Una convulsión rítmica, atávica,
como de tambores lejanos me despierta, ¿será por eso que me duele tanto la cabeza?
El sol me golpea de lleno y me cuesta unos segundos ubicarme.
ESPACIOS
DESTERRADOS PRESENTA: 'THE LAST WOMAN ALIVE!'
Nota: Fotografías
tomadas con un viejo teléfono roto encontrado por la calle. En ningún momento
se busca una imagen ideal y cuidada, esto no es un anuncio.
Definitivamente no
reconozco este lugar, un vacío con algunos vehículos desperdigados como único
signo de vida. Alcanzo a vislumbrar un edificio que imagino reconocer, creo que
era un banco. Me desvío hacia el lateral, hacia una fuente destrozada que para
mi boca pastosa representa un manantial.
De
repente una imagen golpea a mi memoria.
Todo empezó con una crecida del
río, algo natural, nada tan preocupante como la depresión con la
que cargaba desde semanas atrás… de no ser porque hacía meses que ya no llovía
en ningún punto del planeta, bufff.
No
puedo soportar este calor. Corro a refugiarme bajo el edificio.
¡NO!
Conforme entro el techo desaparece por arte de magia. Observo cómo poco a poco todo va desvaneciéndose a mi alrededor. Aterrada ante el previsible destino que me acecha, bajo las escaleras mecánicas con un ojo puesto a mi espalda.
Pero detrás ya no hay nada… ni tampoco delante.
La realidad está mutando,
degradándose rápidamente hasta devenir páramo. Noto la presión sobre mis
hombros, es como si el cielo se estuviera tragando todo, incluso los colores.
Lo curioso es que en su desnudez
comienzo a identificar los viejos lugares por los que transitaba los días junto a
mis amistades.
‘¿Tú crees que será como los demás?’, me
preguntaba una amiga justo aquí, en la
universidad donde tantos ratos muertos pasé.
‘Esa de ahí es mala gente’, ‘pues anda que esa, menuda arpía, ¿sabes lo de…?’, reíamos sentadas en esta terracita en la que miles de chismes fueron comentados.
Cómo me apetecería un
refresco… o al menos disfrutar de su aire acondicionado.
El gimnasio, mecenas de estas nalgas tersas, de acero, ‘tengo que adelgazar que llega el verano’, solía pensar.
Y otro largo etcétera.
Qué más da, ya no
soporto la caminata, ya no me aguanto más a mí misma. Aun envuelta en una
soledad que no deja paso ni siquiera al sonido de los animales o al ruido de
las piedras, me sigo sintiendo a merced de la carretera. Como si la ausencia de
ciudad dejará desnuda su estructura, una gigante y raída autopista donde no hay
lugar para mis pies.
Le grito al cielo y persigo mi sombra, buscando sentirme acompañada.
Cada vez que la acorralo se escapa un poco más lejos hasta que me doy cuenta de que no soy yo si no la silueta de un hombre, obligándome eternamente a estar un paso por detrás. Entonces, dándose cuenta de la farsa, de mi desinterés, le hago desaparecer.
Aturdida, levanto la mirada y contemplo el skyline de la ciudad.
No
hay vuelta atrás. Curiosamente respiro aliviada, por primera vez no siento
ningún tipo de presión, obligación o cliché. Hasta soy capaz de captar y entender los
delirios urbanísticos, tan unidos a mi piel que
condicionaban mi pensamiento sin que lo apreciara lo más mínimo.
Camino con la falta de preocupación de quien ha sido desterrada y por ello ya no puede perder nada. No necesito un hogar feliz, no deseo estar continuamente comunicada con mi alrededor.
Disfruto del tiempo que me queda.
Como cuando luchas por recordar los nombres de quienes serán tus nuevos
compañeros, capto la especificidad de cada piedra y rastrojo.
Finalmente, llego a lo
que antes fueron las vías de tren; en lugar de ser sinónimo de un camino
dirigido y sin espacio para la sorpresa, su trazado se ha transformado en un trabalenguas
donde me aguardan mis últimas aventuras y, quizás, alguna recompensa.
Sandra, Zaragoza, 2015