Tras una
aproximación a la lógica de las experiencias cotidianas con Espacios habitados surge una
preocupación ante la creciente percepción de la acera como un lugar a evitar,
destinado a los parias y demás escoria con la que alguien de bien no debe
juntarse. La ciudad, salvo determinadas excepciones enfocadas a un sector
concreto, se descompone en un circuito de islas privadas pobladas por morenos
cuerpos de gimnasio que abandonan la calle y luego la criminalizan. Estén
revestidos con camisa de cuadros, gorra plana o cárdigan.
Así, Espacios desterrados aparece como una
reivindicación de todas esas zonas de la ciudad a las que se les ha sustraído su
encanto en la medida en que no encajan con la ‘ciudad marca europea’ y que, sin
embargo, atesoran cientos de relatos y aventuras por trazar sin que se necesite
para ello de grandes eventos, movimientos especuladores o intervenciones de
arte redentoras. Basta con pasear e imaginar.
Asimismo, desde aquí invitamos a participar en
este proyecto a toda aquella y aquel que quiera aportar sus propias
narraciones, experiencias, apreciaciones… Para ello basta con ponerse en
contacto en los comentarios o mandando un mail a 547b3.zgz@gmail.com
Campo de “futbol”
en la calle Moncayo / Pedro Arbués
Nota: Salvo que se indique lo
contrario, fotografías tomadas con un viejo teléfono roto encontrado por la
calle. En ningún momento se busca una imagen ideal y cuidada, esto no es un
anuncio.
Resulta
increíble observar cómo los espacios a los que se les ha dado por muertos se
resisten a desaparecer del todo. Las pocas veces que llegaba vagando por
casualidad a esta pista deportiva siempre me sorprendía que en sus condiciones
siguiera respirando. Su localización se abre como una gran herida de guerra sin
supurar en mitad de una zona que no la quiere; de alguna manera, dar con ella
significa hurgar en la piel de una calle que le da la espalda. Allí espera, rodeada
por unos apartamentos residenciales con su propia zona de juegos privada y
taponada por unos hoteles que se lamentan del abandono de la estación de El
Portillo, las nuevas instalaciones de alrededor no hablan su mismo lenguaje.
Mientras
vuelvo del centro decido desviarme un poco, no tengo prisa, y, a pesar de que
la luz comienza a declinar, me paro a contemplar las pintadas sucias, los
chavales rebeldes que juegan con una pelota en un campo de futbol de porterías
oxidadas, a baloncesto con una canasta sin aro, el musulmán rezando arrodillado
en una esquina. De una manera u otra, en esa abertura de las profundidades de
la tierra, siempre hay algo o alguien peculiar que te sorprende, aprovechando
lo que para los demás no tiene valor. Pero esta vez no es así, lo dicho se
vuelve irónicamente contra mí misma. El campo sí que ha sido aprovechado… de la
única manera que el cielo abierto puede ser aprovechable para el buen ciudadano.
Se ha convertido en un aparcamiento. Mi tristeza, se refleja en el edificio
esquinero, perplejo, su luz, sus ojos, queman la imagen y la desgarran.
Corro a casa y busco rápidamente algún
dato que me indique que no estoy tan loca, que no fue siempre así. Lo
encuentro.
Entiendo
la soledad de ese lugar cuando las aplicaciones online son la única manera de verificar
el recuerdo. A quién más le importa. Me niego a capitular, puede que el parking
se deba a que es fin de semana, me digo, iré otro día temprano.
Un par de
semanas después vuelvo al lugar, esta vez accediendo por la calle Vicente
Verdusán. Cual hechizo mágico, intento transformar el estilo de residencial
playero que parece indiferente a los devenires del barrio
en otro
tipo de arquitectura que me llene de esperanzas para encontrar aquello que
busco. Comienzo el ritual desde unos pasos más atrás, desde Navas de Tolosa,
dándome carrerilla y enfocando el objetivo.
Con la
mente puesta en retornar a ese campo que subsanaba su abandono con su carácter
peculiar, transformo el espacio en un viaje temporal.
Me muevo
por unos túneles distópicos, peligrosos, en cualquier momento, si desvío la
mirada, si dudo, puedo ser atacada por alguno de los secuaces y ser apresada en
el pozo del conformismo para siempre. Noto que ciertos propietarios me miran
suspicazmente, los abuelos de los bancos se entretienen, con ellos nunca se
sabe para quién estarán trabajando realmente.
Me apresuro y tomo un atajo en el
laberinto de zonas verdes creadas para el recreo de sólo unos afortunados
mientras se permite que se degraden las zonas colindantes. Estoy muy cerca de
la meta. Vislumbro la realización de los malos augurios.
No puede
ser, lo han vuelto a hacer. Si no hay nada para demoler y reedificar entonces lo
convierten en aparcamiento. Cedemos nuestro aire a superficies metálicas que
funcionan como herramientas en el progreso de la pesadilla de una ciudad encerrada
por calles vacías, espacios verdes en desuso y verjas.
Sigo
negándome a ello y doy una vuelta por los alrededores. Si mi magia no funciona
al menos que lo haga mi imaginación. Las fachadas de los hoteles del perímetro
son preciosas pero no me interesa su interior. Mis fuerzas se agotan ante la
aridez de los aledaños a la antigua estación, una mezcla esquizofrénica entre
el futuro milimetrado y la estepa salvaje.
Y entonces
mi corazón vuelve a ser apuñalado. Otro aparcamiento, otra recalificación del
suelo. Esta vez me dicen que me lo merezco, que las tapias lo protegen de
juicios externos como el mío, si lo presencio es mi culpa. Así es Escoriaza y
Fabro, tan abierta y desprotegida ante miradas extrañas que se ha acostumbrado
a la invisibilidad impune, su lujo es cruel.
Camino a
casa con la cabeza gacha, callejeo por Blanca
de Navarra, no quiero toparme con
mucha gente. Entonces me encuentro vallado otro trocito más de la ciudad,
coqueto, delicado. En venta. Creía que ‘espacios desterrados’ tenía un
significado diferente, no que me hubieran desterrado a mí.
Sandra, Zaragoza, 2014-2015
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