Espacio agravado, ninguneado, inconsistente, enmarcado
por la pasta de dientes mestizada de babas, lenguas reposando estímulos
placenteros y prisas al dudar desde la pelea de labios suplicantes de saliva
extranjera y dientes aislados por la necesidad de soledad de la sonrisa fría y
ansiosa a principios de la primavera y sus retrocesos semejantes al sonido que
dejarán los restos de comida no perceptibles al ser arropados por un agua sin
importancia que todavía permanece a la espera, como una mirada sin dirección
que se centra en este lugar invisible para no ver el espejo de los infinitos
rebotes perforadores hasta de la piel más dura curtida por la pasta de dientes
seca entre arrugas de manos mal lavadas; de la ropa que exige ser vista sobre
la mancha del descuido; del cristal que busca ser tapado para que ni la luz ni
los rostros aparezcan y hablen de lo ya intuido, demasiado cruel para ser
representado en un acto cuya repetición bordea el sendero del trauma de marcas
señaladas por la sociedad, conociéndolos perfectamente, pero sin llegar a
entender los sonidos chirriantes entre la comunicación expandida por el infinito
rebotar del reflejo de las caries con la serie de imágenes que se suceden al
frente de unos ojos gachos, concentrados en desviaciones creadoras de
atmósferas en las que su celeridad impide la puesta en escena de la magia;
taponada por la tensión cruzada de los desvíos, la imaginación y la realidad,
generando una precipitación de los pensamientos sin arrastrar su disfrute
–imposible la forma del humo de la voz del jazz nocturno– con aquellas vías
abiertas por la mano temblorosa de ver caminos sin atrás; sin saber si el
vaivén cumple alguna función por lo que valga la pena repetir periódicamente el
miedo educado que busca su personal salida en un tiempo con su propia melodía
interna, lógica de deseos futuros, risas pasadas, lloros mañana, lágrimas entre-ayer,
entrelazadas bajo ritmos entrecortados que coinciden con el reloj en que es
momento de soñar de una manera todavía demasiado atada a una lista de tareas; a
lo hecho, a lo por hacer, a lo que podría –sin importar cuándo, dónde–;
atándose a las hebras manchadas de blanqueador, olvidándose el resto del cuerpo concentrado en el mismo espacio temporal disperso; desdoblándose
entre el mundo interior, encerrado en su exterioridad, y las demandas de lo
diario –que comparten la obscenidad del tubo llorando al expulsar sus tripas en
lo que se creía un acto de cariño–; negando miradas demasiado fijas en las que
el espejo encuentre su presa bajo colmillos claros; buscando la continua
conexión con las exigencias de perfección de vidas demasiado escindidas como
para que las muecas de los labios puedan saber que coinciden con las órbitas de
ojos camuflados bajo cejas quizás perfiladas cuando este lugar de tránsito se
agote.
Sandra Martínez, Zaragoza, Marzo 2012
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