Como sabréis, hace unos meses se produjo el
cíclico boom informativo por parte de
los medios de comunicación ante la aparición de la sexta temporada de Mad Men (2007 - ), y con él un nuevo
tema de conversación recurrente. La mayoría de las veces que éste surgió
comenté que, aunque empecé tarde con la nueva ola de series, ésta era la que
más me gustaba de todas las que había visto. Alguien me sugirió que escribiera
sobre ella pero cansado de la saturación de noticias y del oportunismo de la
crítica preferí no hacerlo, olvidándome de la cuestión por un tiempo.
Sin
embargo, la idea volvió a mi cabeza hace poco al terminar de ver la quinta
temporada; me apetecía hablar de Mad Men
de una forma diferente, alejándome de los patrones utilizados en (US)Americana. Esto puede resultar
chocante en una de las series americanas
por excelencia, la cual da para escribir una infinidad de artículos,
aproximándonos cada vez desde una perspectiva distinta –la sociedad
publicitaria, la estructura familiar, el feminismo, etc.–. No obstante, lo que
me interesa aquí no es realizar un análisis sino dar simplemente una impresión,
como cuando se toma el primer contacto con algo que no está terminado, que no
se puede juzgar; intentando expresar un mínimo de lo que experimento al ver la
serie[1].
Con esto, quizás –ya veremos– se inaugura una
sección que no contiene ningún tema en sí mismo sino que, por el contrario, se
nutre de aquellas imágenes en movimiento que deberían aparecer en otras
secciones pero que, de alguna manera, logran amotinarse.
Sculpting statues of yourself…
Plague-deep drifting drowning health… The curse is a lie
Hay una pregunta que inmediatamente viene a
la cabeza: ¿Es Mad Men una serie
sobre Donald Draper?, ¿Don Draper es LA serie? Parece claro que el resto de los
personajes orbitan alrededor suyo; sin embargo, la ciudad le sugiere una y otra
vez que él es absolutamente prescindible, un amante más al que no llamar al día
siguiente. De hecho, la misma maestría del episodio piloto consiste en
mostrarnos cómo ya se conocen todos entre sí, las historias seguirán funcionando
a pesar de que nosotros no las observemos; no nos necesitan ni tampoco a él.
Así, si la trama hubiera empezado unos años
antes [S] el protagonista principal
bien podría haber sido Duck, antes de (re)caer en una espiral autodestructiva,
o Sterling previo convertirse en un espantajo; o si hubiera comenzado unos años
después la protagonista quizás habría sido Peggy. Es más, parece fruto del azar
que el protagonista no haya sido Ted Chaough colega y rival de Draper que, no
tan casualmente, en la temporada 4 desaparece de un plumazo justo cuando
creemos que va a tener un rol bastante más importante [S].
Entonces, Draper como desaparición
inminente, a un gesto de desintegrarse como el resto de los actores
secundarios. Pero esta característica no debe confundirse con la de otra
magistral serie como es The Wire
(2002-2008), en la cual los personajes quedan en un claro segundo plano frente
a una ciudad que estructura lo posible con una frialdad déspota. En Mad Men las personas, aun en su
fragilidad, son los protagonistas indiscutibles. Es por ello que, como se verá
más adelante, la desaparición de los personajes no pasa por un reseteo o un
corte como en The Wire sino, más
bien, por una progresión en la que las tramas al confundirse con los cuerpos permiten
prescindir de algunos de ellos.
Ésta, entre otras muchas, es una de las
razones que hace diferente a Mad Men,
convirtiéndola en algo más, otra cosa que dificulta explicar de qué va
exactamente la serie, qué se está viendo.
Teniendo en cuenta este punto de partida, y
recordando que no estoy haciendo un análisis como tal, vamos a centrarnos en un
elemento que puede resultar más o menos constante, dejando de lado la sucesión
de temporadas como marcador cronológico. De esta manera, lo que aquí está en
juego ignora deliberadamente sus dos elogios principales: La recreación de una
época y los entresijos del mundo postfordista, del trabajo cognitivo. Ambas
dimensiones relacionadas entre sí pero que, por lo que he observado, fascinan
de diferente manera dependiendo de la persona. Por supuesto, como se recalcará
después, excluir estos cosmos no significa que me esté centrando en algo
supuestamente ahistórico o apriorístico.
Buscando ese elemento que nos interesa, lo
primero que choca es que, en una serie que cuida tanto su ambientación histórica,
conforme se vayan sucediendo los episodios y pasen los años cada vez haya más
momentos en que ésta parece ser un mero elemento atmosférico, en lugar de estar
inscrita dentro de los personajes y profundizarse a través ellos –por ejemplo
la música rock se queda en algunos casos en un mero actor testimonial[2]. Pero el
peligro de esta descontextualización, ya sea real o imaginada, es pasar al
terreno de una mera telenovela –en su
sentido despectivo–, simples personajes en medio de turbulencias. Nada más
lejos de lo buscado; debemos saltar este peligro e ir un paso más allá: La
cuestión importante no es el desvanecimiento del contexto sino de la trama en
sí misma. [S] No es para nada casual
que la serie coja ritmo contra más se
aleje de las tramas familiares o cuando desaparecen los flashbacks de Draper,
esto es, cuando, de cierta manera, se elimina su pasado, de la misma manera que
Peggy se olvida de su hijo, de un cierto futuro que no está ligado al presente.
De hecho, el mismo fracaso del intento por parte de Draper de escribir un
diario [S] señala esta
problemática: Todo aspecto exterior a los mismos cuerpos ralentiza el flujo de
las acciones, las personalidades se exploran y densifican poniéndose en
relación con otras sin que por ello –y esto es lo interesante– necesiten de
cambios externos para seguir moviéndose. Expliquemos este lío gramatical, el
magnetismo de Mad Men aumenta cuando
se van eliminando escenas que preparan el plano actual, la densa psicología de
los personajes se explica por sí sola en la medida de cómo se comportan en ese
plano, autosuficiente, al mismo tiempo que su evolución depende de las
relaciones entre ellos en la cotidianidad, en lo mínimo pero complejísimo, sin
la necesidad de grandes giros, de cambios externos para continuar moviéndose[3].
Este proceso de disipación que procede por eliminación produce una
línea mínima, dejando la misma trama en sus huesos, a un soplo de la evaporación,
consiguiendo que, paradójicamente, el metraje despegue y fluya sin cortes[4]. Así, al
principio de la temporada 4 –la mejor para mi gusto– la predicción de la Dra.
Miller sobre cómo acabará el año para Don Draper coincide con lo que sucede al
final de la temporada. El argumento como tal –estructura temporal– es
desechable, y los guionistas nos lo recuerdan en el primer capítulo de la
temporada 5 por boca de una discusión entre los publicistas y el cliente: No se
trata de dar un mensaje sino de dejar una imagen grabada en la cabeza. Pero me
estoy adelantando.
La conclusión más rápida afirma el carácter
absoluto de un único tiempo: El presente. Don Draper puede ser un patético
borracho envuelto en vómitos y, en un parpadeo, en la misma localización,
convertirse en un tipo sereno, repeinado e impoluto. Sólo un presente que, como
Draper, pierde los nervios si se introduce otro tiempo; lo que pasó entonces se
queda entonces.
Pero el peligro de tomar esta
interpretación como la única es que nos vuelve a introducir en terrenos más
propios de lo (US)Americano. Este
presente es el propio de gente como Don y Peggy, no el de un heredero como
Sterling; es el de aquellos que parten del espíritu y los fantasmas del american dream, de la tradición de The Great Gatsby (1925); allí donde el
pasado molesta y la presencia del futuro significa que todavía no se ha
alcanzado el sueño del presente. Un presente que, al no tener futuro ni pasado,
se devora a sí mismo, sin principio ni final, sin poder alcanzar la etapa en la
que no deba arrodillarse ante alguien –siempre en un negocio constante[5]. Todo a
punto de desaparecer al instante siguiente y que, sin embargo, se mantiene en
movimiento. Como vemos, esta temática se corresponde más a la desarrollada en
otras secciones de (US)Americana.
Debe haber algo más en Mad Men.
Otra cara en la moneda. La misma dinámica
basada en una fluidez autónoma sin cortes externos en el que cada imagen habla
por sí misma y se despega progresivamente de elementos superfluos como la trama
o el contexto produce otro fenómeno; una hipnosis, un cierto olvido del tiempo,
la experiencia de lo atemporal. Por supuesto, esta atemporalidad se inscribe
dentro de un régimen temporal, no puede escapar del tiempo y alcanzar así un
éxtasis trascendental. Tampoco se consigue siempre ni impide que los personajes
evolucionen.
Para comprender esto se puede poner un
ejemplo musical, en concreto el del concepto de álbum –y esto mi compañera Úrsula lo conoce bien–: Hay una pequeña porción de
aquellos álbumes preferidos que se escuchan una y otra vez y que, sin embargo,
logran escapan del poderoso mecanismo relacional que contextualiza,
temporaliza, el sonido. Frente a aquellos entramados de canciones que evocan
determinados momentos de la vida, aspiraciones, sensaciones repetidas, personas
conocidas… existen otros que se zafan de este aprisionamiento y, por más que se
escuchen, no puede fijarse temporalmente, siempre produciendo experiencias
otras, inalcanzables[6]; tan
elásticas que no se doblan ante nada ni nadie. Una atemporalidad que no
necesita invocar algo fijo, innato, trascendental.
Es por esta razón que no tiene mucho
sentido –aquí, claro– abordar Mad Men
mediante conceptos como los de apariencia, falsedad, realidad… todos aquellos
que dirigen lo experimentado hacia otras regiones, buscando una explicación. No, nada de explicaciones,
interpretaciones o análisis; no importa que nos mientan o se mientan, que nos
hablen de una manera críptica, importa exclusivamente la potencia estética del
plano. Estatuas. Así, cada gesto, cada aspaviento, cada posición, vale por sí
misma, no necesitando enlazar con la siguiente, sino que se queda allí para
siempre, sin dar gracias a la anterior, sin dejar pasar a la siguiente.
Estatuas suspendidas en sus propios rascacielos, como las conversaciones
parapetadas, aisladas por el humo del cigarro o el licor del vaso; un triunfo
contra el tiempo.
Victoria agotadora la de salir del tiempo
que requiere que no se pueda separar de los cuerpos la radiante vida de la
extenuación extrema, estado que en ocasiones no comprendemos –¿puede ser eso un
trabajo?– [S] y que reúne en una
sola frase el diálogo entre Bobbie, la mujer del cómico Jimmy Barrett, y Don Draper cuando se dirigen a la
playa de noche, conduciendo y bebiendo, y ella dice “Dios, me siento tan bien”,
a lo que él responde “No siento nada”; instantes antes de sufrir un accidente,
de sacarlos de esa ingravidez [S].
Se necesita entonces un esfuerzo máximo en todo instante, independientemente de
las tribulaciones de la trama; se esté pasando por una desgarradora agonía o
por la placidez absoluta[7]. Por
ello, nos situamos al margen de las apreciaciones morales, más allá de la
búsqueda de un rostro bello –a pesar de Draper, podemos experimentar lo mismo
con Peggy o con Lane– y del uso de puestas en escena demasiado bellas,
rebuscadas, faltas de tensión, que también rompen nuestra ilusión.
Efectivamente se puede argumentar que Mad Men es una serie bella, o, para ser más exactos, deseable. Que el/la espectador/a desee
ser Don Draper y, es más, que vea aspectos de él en uno/a mismo/a –pues no está
restringido sólo a los hombres– se achaca en la mayoría de los casos a cuestiones
de poder, virilidad –el macho alfa–, centralidad. Bien, esto es así cuando atendemos la serie
desde el presente y, a partir de allí, desde Don Draper; pero, como ya ha
quedado claro a estas alturas, hay algo más.
Por otra parte, esta deseable identificación
podría cifrarse en un personaje muy bien caracterizado o por la inserción de un
contexto que aún puede ser el nuestro. Sí, y también podemos afirmar que la
identificación opera en sentido contrario, la misma potencia de la imagen
provoca que nosotros nos transformemos en un personaje que funciona como
vórtice y que, liberado de la inmediatez, deja de acoplarse a los deseos de(l)
personaje para tornar en un deseo no performativo que no necesitamos alcanzar.
Así, si tomamos la senda del presente estamos, en efecto, ante mera publicidad;
si por el contrario nos insertamos en esa pérdida del tiempo la publicidad
fracasa y, a cambio, nos lleva a una experiencia distinta[8], lejos
de la felicidad que experimenta Betty en la primera temporada cuando ve a Draper
rodeado de gente y siente que en esos momentos él sabe lo que quiere. Ya no
necesitamos un objeto fijo de deseo, Don se ha desintegrado. Dando paso a un
régimen de imágenes en movimiento incontrolable, un nomadismo sucio, ese “no
quieres huir conmigo, sólo quieres escapar” que parece inagotable porque se ha
alejado del tiempo, que se mantiene independientemente de la trama o el
personaje y se desvanece ininterrumpidamente para seguir siendo eternamente.
Ésta es la constante buscada, una paradoja irresoluble como lo es la misma
atemporalidad.
No es tarde para volver al terreno del presente y, ahora sí, intentar,
según mis impresiones, dar un contenido a la serie, aventurar de qué puede ir a
través de uno de sus elementos motores.
Lo primero que deseché es que fuera una
serie sobre el éxito, tema que se deja explícitamente abandonado en favor de
algo mucho más pequeño, lo agridulce[9]. Quizás
precisamente porque nadie puede formular con precisión en qué consiste el
éxito; retirándose entonces la atención hacia algo más cotidiano. Este sabor
agridulce no debe confundirse con la insatisfacción, sentimiento de incompletud
que no aparece en el primero. En la segunda temporada Bobbie Barrett nos da una
pista cuando se pregunta “¿por qué es tan difícil disfrutar de las cosas?”
cuando, precisamente, en ese momento las está disfrutando. Ella no habla de la
imposibilidad que implica la insatisfacción, sino de la dificultad que conlleva
la desaparición de un presente continuo, siempre presente e ido una vez que no
se puede aferrar a nada seguro. Por ello tampoco es una decepción, porque no
hay engaños de por medio, todo está bien claro. Por el contrario, sí que tiene
algo que ver con la dualidad, tensión, anteriormente comentada, con ese
esfuerzo que se rompe en el momento en que palabras y gestos pierden su armonía
y, en vez de ir al unísono, marcan sus propios caminos[10]. [S] La claudicación de Megan –¿por
vanidad o por las críticas de ser una mantenida?– en el momento que es una
heroína, y una decepción, por abrazar su sueño; el doble engaño de la Dra.
Miller que al transigir falsamente para que Don se abra a ella permite que,
finalmente, acabe sometida; el premio y la admiración hacia Don por una carta
que al mismo tiempo provoca que nadie de los que se lo han otorgado le vaya a
contratar; las maneras en las que Sally Draper descubre lo desconocido de la
vida; el fallido suicidio de Lane Pryce que provoca que éste se acabe ahorcando
en la oficina y Don vea el cadáver de la culpabilidad; etc. [S] No sólo que tras un instante llegue otro y lo dulce
torne agrio y viceversa, sino que el mismo instante, siempre presente, contiene
ambos momentos, lo agridulce.
Mad Men. [S] La misma razón por la que Peggy está pegada a Don hasta que lo
abandona y hace que nos preguntamos que por qué le deja en ese justo momento o
por qué no le ha dejado antes, ni siquiera creemos que le pueda dejar a pesar
de todas las razones; ninguna razón [S].
La misma razón por la que nosotros estamos tan pegados a algo, o a alguien, que
nos olvidamos del tiempo, como si nada existiera hasta que, por alguna razón,
lo abandonamos y volvemos al cauce temporal, a mirar al reloj, pedir la hora.
Sergio, United States Minor Outlying Islands, Agosto 2013
[1] Se minimizarán todo lo posible los inevitables spoilers y, cuando
aparezcan, serán marcados entre [S]
y [S]. Entiendo que la mayor
agresividad del/a lector/a ante los spoilers de una serie que de una película
no se debe tanto a una cuestión de trama como de inversión de tiempo y
esfuerzo.
[2] Véase el capítulo del concierto de The
Rolling Stones. Da la sensación de que podría haberse aprovechado mucho más
una situación como esa. En otros casos, como las revueltas raciales, quizás la
superficialidad con la que se aborda sirva para recalcar que es un problema que
no afecta a nuestra oficina.
[3] Esta cuestión es muy muy sutil, muy delicada, puesto que esta
introducción de lo “exterior” tiene que ver con la intromisión de algo que es
coherente con las tramas pero que, sin embargo, provoca que notemos que algo
raro quiere forzar un giro que no se justifica con la dinámica del presente. [S] Algunos ejemplos podrían ser la
amante de Campbell en la temporada 5, verosímil pero extraño en él, o la
reaparición de Paul Kinsey como Hare
Krishna. Otro ejemplo, esta vez “metaserial”, tiene que ver también con la
temporada 5 y su cierto tono a Game of
Thrones (2011- ), juegos de poder y conspiraciones que emborronan las
virtudes propias de Mad Men [S].
[4] Véase el caso del episodio del secreto que Megan oculta a Draper. El
conflicto se resuelve de una manera rápida, no permitiendo que se convierta en
algo mayor a los propios personajes y produzca uno de esos giros que, en otras
series, daría para tema de toda la temporada, para un dramón, un lastre.
[5] ¿Cuándo se está en lo más alto?, ¿cuando se atiende a un importante
cliente, cuando se tiene una compañía propia o cuando se recibe un premio por
el trabajo? En cualquier caso esta lógica no es acumulativa sino sucesiva, no
hay un descanso final. [S] Nada que
ver con esa panda de aristócratas libertinos que Draper se encuentra en uno de
sus viajes a California [S].
[6] No debe confundirse esto con lo que demanda la otra cara de la moneda, con la novedad
continua que debe alimentar al presente para que siga dominando. Con aquello
que le dice Faye Miller a Draper: Sólo te gustan los comienzos de las cosas.
Comprobamos que las diferencias entre estas
dos dimensiones son mínimas a pesar que haya un abismo entre ambas.
[7] Aun así quizás la temporada más floja (para mí) en términos de esta
fascinación por el plano sea la quinta –a falta de ver la sexta y al margen de
la trama– en la medida que el excesivo relajamiento de Draper rompe precisamente esta tensión dual
que facilita el fenómeno de lo atemporal, la esteticidad de la estatua. Como
dice Don en la primera temporada, hay un punto en el que hay que dejar la
seducción para ejercer la fuerza bruta.
[8] “Yo vendo productos, no publicidad”, afirma Draper en la segunda
temporada.
[9] La cuestión del éxito aparece y desaparece a lo largo de temporadas y
personajes, pero siempre acaba por quedar relevada a un segundo plano, como la
misma enemistad con Ted Chaough en la cuarta temporada.
[10] Una vez más comprobamos esa inextricable relación entre el presente y
lo atemporal –en el caso de Mad Men– caminando en paralelo a pesar de sus
diferencias.
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