domingo, 25 de agosto de 2013

Nada más lejano a un análisis de Mad Men

    Como sabréis, hace unos meses se produjo el cíclico boom informativo por parte de los medios de comunicación ante la aparición de la sexta temporada de Mad Men (2007 - ), y con él un nuevo tema de conversación recurrente. La mayoría de las veces que éste surgió comenté que, aunque empecé tarde con la nueva ola de series, ésta era la que más me gustaba de todas las que había visto. Alguien me sugirió que escribiera sobre ella pero cansado de la saturación de noticias y del oportunismo de la crítica preferí no hacerlo, olvidándome de la cuestión por un tiempo.

    Sin embargo, la idea volvió a mi cabeza hace poco al terminar de ver la quinta temporada; me apetecía hablar de Mad Men de una forma diferente, alejándome de los patrones utilizados en (US)Americana. Esto puede resultar chocante en una de las series americanas por excelencia, la cual da para escribir una infinidad de artículos, aproximándonos cada vez desde una perspectiva distinta –la sociedad publicitaria, la estructura familiar, el feminismo, etc.–. No obstante, lo que me interesa aquí no es realizar un análisis sino dar simplemente una impresión, como cuando se toma el primer contacto con algo que no está terminado, que no se puede juzgar; intentando expresar un mínimo de lo que experimento al ver la serie[1].

    Con esto, quizás –ya veremos– se inaugura una sección que no contiene ningún tema en sí mismo sino que, por el contrario, se nutre de aquellas imágenes en movimiento que deberían aparecer en otras secciones pero que, de alguna manera, logran amotinarse.



Sculpting statues of yourself… Plague-deep drifting drowning health… The curse is a lie



    Hay una pregunta que inmediatamente viene a la cabeza: ¿Es Mad Men una serie sobre Donald Draper?, ¿Don Draper es LA serie? Parece claro que el resto de los personajes orbitan alrededor suyo; sin embargo, la ciudad le sugiere una y otra vez que él es absolutamente prescindible, un amante más al que no llamar al día siguiente. De hecho, la misma maestría del episodio piloto consiste en mostrarnos cómo ya se conocen todos entre sí, las historias seguirán funcionando a pesar de que nosotros no las observemos; no nos necesitan ni tampoco a él.

    Así, si la trama hubiera empezado unos años antes [S] el protagonista principal bien podría haber sido Duck, antes de (re)caer en una espiral autodestructiva, o Sterling previo convertirse en un espantajo; o si hubiera comenzado unos años después la protagonista quizás habría sido Peggy. Es más, parece fruto del azar que el protagonista no haya sido Ted Chaough colega y rival de Draper que, no tan casualmente, en la temporada 4 desaparece de un plumazo justo cuando creemos que va a tener un rol bastante más importante [S].

    Entonces, Draper como desaparición inminente, a un gesto de desintegrarse como el resto de los actores secundarios. Pero esta característica no debe confundirse con la de otra magistral serie como es The Wire (2002-2008), en la cual los personajes quedan en un claro segundo plano frente a una ciudad que estructura lo posible con una frialdad déspota. En Mad Men las personas, aun en su fragilidad, son los protagonistas indiscutibles. Es por ello que, como se verá más adelante, la desaparición de los personajes no pasa por un reseteo o un corte como en The Wire sino, más bien, por una progresión en la que las tramas al confundirse con los cuerpos permiten prescindir de algunos de ellos.

    Ésta, entre otras muchas, es una de las razones que hace diferente a Mad Men, convirtiéndola en algo más, otra cosa que dificulta explicar de qué va exactamente la serie, qué se está viendo.




    Teniendo en cuenta este punto de partida, y recordando que no estoy haciendo un análisis como tal, vamos a centrarnos en un elemento que puede resultar más o menos constante, dejando de lado la sucesión de temporadas como marcador cronológico. De esta manera, lo que aquí está en juego ignora deliberadamente sus dos elogios principales: La recreación de una época y los entresijos del mundo postfordista, del trabajo cognitivo. Ambas dimensiones relacionadas entre sí pero que, por lo que he observado, fascinan de diferente manera dependiendo de la persona. Por supuesto, como se recalcará después, excluir estos cosmos no significa que me esté centrando en algo supuestamente ahistórico o apriorístico.

    Buscando ese elemento que nos interesa, lo primero que choca es que, en una serie que cuida tanto su ambientación histórica, conforme se vayan sucediendo los episodios y pasen los años cada vez haya más momentos en que ésta parece ser un mero elemento atmosférico, en lugar de estar inscrita dentro de los personajes y profundizarse a través ellos –por ejemplo la música rock se queda en algunos casos en un mero actor testimonial[2]. Pero el peligro de esta descontextualización, ya sea real o imaginada, es pasar al terreno de una mera telenovela –en su sentido despectivo–, simples personajes en medio de turbulencias. Nada más lejos de lo buscado; debemos saltar este peligro e ir un paso más allá: La cuestión importante no es el desvanecimiento del contexto sino de la trama en sí misma. [S] No es para nada casual que la serie coja ritmo contra más se aleje de las tramas familiares o cuando desaparecen los flashbacks de Draper, esto es, cuando, de cierta manera, se elimina su pasado, de la misma manera que Peggy se olvida de su hijo, de un cierto futuro que no está ligado al presente. De hecho, el mismo fracaso del intento por parte de Draper de escribir un diario [S] señala esta problemática: Todo aspecto exterior a los mismos cuerpos ralentiza el flujo de las acciones, las personalidades se exploran y densifican poniéndose en relación con otras sin que por ello –y esto es lo interesante– necesiten de cambios externos para seguir moviéndose. Expliquemos este lío gramatical, el magnetismo de Mad Men aumenta cuando se van eliminando escenas que preparan el plano actual, la densa psicología de los personajes se explica por sí sola en la medida de cómo se comportan en ese plano, autosuficiente, al mismo tiempo que su evolución depende de las relaciones entre ellos en la cotidianidad, en lo mínimo pero complejísimo, sin la necesidad de grandes giros, de cambios externos para continuar moviéndose[3].

    Este proceso de disipación que procede por eliminación produce una línea mínima, dejando la misma trama en sus huesos, a un soplo de la evaporación, consiguiendo que, paradójicamente, el metraje despegue y fluya sin cortes[4]. Así, al principio de la temporada 4 –la mejor para mi gusto– la predicción de la Dra. Miller sobre cómo acabará el año para Don Draper coincide con lo que sucede al final de la temporada. El argumento como tal –estructura temporal– es desechable, y los guionistas nos lo recuerdan en el primer capítulo de la temporada 5 por boca de una discusión entre los publicistas y el cliente: No se trata de dar un mensaje sino de dejar una imagen grabada en la cabeza. Pero me estoy adelantando.



    La conclusión más rápida afirma el carácter absoluto de un único tiempo: El presente. Don Draper puede ser un patético borracho envuelto en vómitos y, en un parpadeo, en la misma localización, convertirse en un tipo sereno, repeinado e impoluto. Sólo un presente que, como Draper, pierde los nervios si se introduce otro tiempo; lo que pasó entonces se queda entonces.

    Pero el peligro de tomar esta interpretación como la única es que nos vuelve a introducir en terrenos más propios de lo (US)Americano. Este presente es el propio de gente como Don y Peggy, no el de un heredero como Sterling; es el de aquellos que parten del espíritu y los fantasmas del american dream, de la tradición de The Great Gatsby (1925); allí donde el pasado molesta y la presencia del futuro significa que todavía no se ha alcanzado el sueño del presente. Un presente que, al no tener futuro ni pasado, se devora a sí mismo, sin principio ni final, sin poder alcanzar la etapa en la que no deba arrodillarse ante alguien –siempre en un negocio constante[5]. Todo a punto de desaparecer al instante siguiente y que, sin embargo, se mantiene en movimiento. Como vemos, esta temática se corresponde más a la desarrollada en otras secciones de (US)Americana. Debe haber algo más en Mad Men.



    Otra cara en la moneda. La misma dinámica basada en una fluidez autónoma sin cortes externos en el que cada imagen habla por sí misma y se despega progresivamente de elementos superfluos como la trama o el contexto produce otro fenómeno; una hipnosis, un cierto olvido del tiempo, la experiencia de lo atemporal. Por supuesto, esta atemporalidad se inscribe dentro de un régimen temporal, no puede escapar del tiempo y alcanzar así un éxtasis trascendental. Tampoco se consigue siempre ni impide que los personajes evolucionen.

    Para comprender esto se puede poner un ejemplo musical, en concreto el del concepto de álbum –y esto mi compañera Úrsula lo conoce bien–: Hay una pequeña porción de aquellos álbumes preferidos que se escuchan una y otra vez y que, sin embargo, logran escapan del poderoso mecanismo relacional que contextualiza, temporaliza, el sonido. Frente a aquellos entramados de canciones que evocan determinados momentos de la vida, aspiraciones, sensaciones repetidas, personas conocidas… existen otros que se zafan de este aprisionamiento y, por más que se escuchen, no puede fijarse temporalmente, siempre produciendo experiencias otras, inalcanzables[6]; tan elásticas que no se doblan ante nada ni nadie. Una atemporalidad que no necesita invocar algo fijo, innato, trascendental.

   Es por esta razón que no tiene mucho sentido –aquí, claro– abordar Mad Men mediante conceptos como los de apariencia, falsedad, realidad… todos aquellos que dirigen lo experimentado hacia otras regiones, buscando una explicación. No, nada de explicaciones, interpretaciones o análisis; no importa que nos mientan o se mientan, que nos hablen de una manera críptica, importa exclusivamente la potencia estética del plano. Estatuas. Así, cada gesto, cada aspaviento, cada posición, vale por sí misma, no necesitando enlazar con la siguiente, sino que se queda allí para siempre, sin dar gracias a la anterior, sin dejar pasar a la siguiente. Estatuas suspendidas en sus propios rascacielos, como las conversaciones parapetadas, aisladas por el humo del cigarro o el licor del vaso; un triunfo contra el tiempo.

    Victoria agotadora la de salir del tiempo que requiere que no se pueda separar de los cuerpos la radiante vida de la extenuación extrema, estado que en ocasiones no comprendemos –¿puede ser eso un trabajo?– [S] y que reúne en una sola frase el diálogo entre Bobbie, la mujer del cómico Jimmy Barrett, y Don Draper cuando se dirigen a la playa de noche, conduciendo y bebiendo, y ella dice “Dios, me siento tan bien”, a lo que él responde “No siento nada”; instantes antes de sufrir un accidente, de sacarlos de esa ingravidez [S]. Se necesita entonces un esfuerzo máximo en todo instante, independientemente de las tribulaciones de la trama; se esté pasando por una desgarradora agonía o por la placidez absoluta[7]. Por ello, nos situamos al margen de las apreciaciones morales, más allá de la búsqueda de un rostro bello –a pesar de Draper, podemos experimentar lo mismo con Peggy o con Lane– y del uso de puestas en escena demasiado bellas, rebuscadas, faltas de tensión, que también rompen nuestra ilusión.

    Efectivamente se puede argumentar que Mad Men es una serie bella, o, para ser más exactos, deseable. Que el/la espectador/a desee ser Don Draper y, es más, que vea aspectos de él en uno/a mismo/a –pues no está restringido sólo a los hombres– se achaca en la mayoría de los casos a cuestiones de poder, virilidad –el macho alfa–, centralidad.  Bien, esto es así cuando atendemos la serie desde el presente y, a partir de allí, desde Don Draper; pero, como ya ha quedado claro a estas alturas, hay algo más.

    Por otra parte, esta deseable identificación podría cifrarse en un personaje muy bien caracterizado o por la inserción de un contexto que aún puede ser el nuestro. Sí, y también podemos afirmar que la identificación opera en sentido contrario, la misma potencia de la imagen provoca que nosotros nos transformemos en un personaje que funciona como vórtice y que, liberado de la inmediatez, deja de acoplarse a los deseos de(l) personaje para tornar en un deseo no performativo que no necesitamos alcanzar. Así, si tomamos la senda del presente estamos, en efecto, ante mera publicidad; si por el contrario nos insertamos en esa pérdida del tiempo la publicidad fracasa y, a cambio, nos lleva a una experiencia distinta[8], lejos de la felicidad que experimenta Betty en la primera temporada cuando ve a Draper rodeado de gente y siente que en esos momentos él sabe lo que quiere. Ya no necesitamos un objeto fijo de deseo, Don se ha desintegrado. Dando paso a un régimen de imágenes en movimiento incontrolable, un nomadismo sucio, ese “no quieres huir conmigo, sólo quieres escapar” que parece inagotable porque se ha alejado del tiempo, que se mantiene independientemente de la trama o el personaje y se desvanece ininterrumpidamente para seguir siendo eternamente. Ésta es la constante buscada, una paradoja irresoluble como lo es la misma atemporalidad.



    No es tarde para volver al terreno del presente y, ahora sí, intentar, según mis impresiones, dar un contenido a la serie, aventurar de qué puede ir a través de uno de sus elementos motores.

    Lo primero que deseché es que fuera una serie sobre el éxito, tema que se deja explícitamente abandonado en favor de algo mucho más pequeño, lo agridulce[9]. Quizás precisamente porque nadie puede formular con precisión en qué consiste el éxito; retirándose entonces la atención hacia algo más cotidiano. Este sabor agridulce no debe confundirse con la insatisfacción, sentimiento de incompletud que no aparece en el primero. En la segunda temporada Bobbie Barrett nos da una pista cuando se pregunta “¿por qué es tan difícil disfrutar de las cosas?” cuando, precisamente, en ese momento las está disfrutando. Ella no habla de la imposibilidad que implica la insatisfacción, sino de la dificultad que conlleva la desaparición de un presente continuo, siempre presente e ido una vez que no se puede aferrar a nada seguro. Por ello tampoco es una decepción, porque no hay engaños de por medio, todo está bien claro. Por el contrario, sí que tiene algo que ver con la dualidad, tensión, anteriormente comentada, con ese esfuerzo que se rompe en el momento en que palabras y gestos pierden su armonía y, en vez de ir al unísono, marcan sus propios caminos[10]. [S] La claudicación de Megan –¿por vanidad o por las críticas de ser una mantenida?– en el momento que es una heroína, y una decepción, por abrazar su sueño; el doble engaño de la Dra. Miller que al transigir falsamente para que Don se abra a ella permite que, finalmente, acabe sometida; el premio y la admiración hacia Don por una carta que al mismo tiempo provoca que nadie de los que se lo han otorgado le vaya a contratar; las maneras en las que Sally Draper descubre lo desconocido de la vida; el fallido suicidio de Lane Pryce que provoca que éste se acabe ahorcando en la oficina y Don vea el cadáver de la culpabilidad; etc. [S] No sólo que tras un instante llegue otro y lo dulce torne agrio y viceversa, sino que el mismo instante, siempre presente, contiene ambos momentos, lo agridulce.

Mad Men. [S] La misma razón por la que Peggy está pegada a Don hasta que lo abandona y hace que nos preguntamos que por qué le deja en ese justo momento o por qué no le ha dejado antes, ni siquiera creemos que le pueda dejar a pesar de todas las razones; ninguna razón [S]. La misma razón por la que nosotros estamos tan pegados a algo, o a alguien, que nos olvidamos del tiempo, como si nada existiera hasta que, por alguna razón, lo abandonamos y volvemos al cauce temporal, a mirar al reloj, pedir la hora.

Sergio, United States Minor Outlying Islands, Agosto 2013








[1] Se minimizarán todo lo posible los inevitables spoilers y, cuando aparezcan, serán marcados entre [S] y [S]. Entiendo que la mayor agresividad del/a lector/a ante los spoilers de una serie que de una película no se debe tanto a una cuestión de trama como de inversión de tiempo y esfuerzo.
[2] Véase el capítulo del concierto de The Rolling Stones. Da la sensación de que podría haberse aprovechado mucho más una situación como esa. En otros casos, como las revueltas raciales, quizás la superficialidad con la que se aborda sirva para recalcar que es un problema que no afecta a nuestra oficina.
[3] Esta cuestión es muy muy sutil, muy delicada, puesto que esta introducción de lo “exterior” tiene que ver con la intromisión de algo que es coherente con las tramas pero que, sin embargo, provoca que notemos que algo raro quiere forzar un giro que no se justifica con la dinámica del presente. [S] Algunos ejemplos podrían ser la amante de Campbell en la temporada 5, verosímil pero extraño en él, o la reaparición de Paul Kinsey como Hare Krishna. Otro ejemplo, esta vez “metaserial”, tiene que ver también con la temporada 5 y su cierto tono a Game of Thrones (2011- ), juegos de poder y conspiraciones que emborronan las virtudes propias de Mad Men [S].
[4] Véase el caso del episodio del secreto que Megan oculta a Draper. El conflicto se resuelve de una manera rápida, no permitiendo que se convierta en algo mayor a los propios personajes y produzca uno de esos giros que, en otras series, daría para tema de toda la temporada, para un dramón, un lastre.
[5] ¿Cuándo se está en lo más alto?, ¿cuando se atiende a un importante cliente, cuando se tiene una compañía propia o cuando se recibe un premio por el trabajo? En cualquier caso esta lógica no es acumulativa sino sucesiva, no hay un descanso final. [S] Nada que ver con esa panda de aristócratas libertinos que Draper se encuentra en uno de sus viajes a California [S].
[6] No debe confundirse esto con lo que demanda  la otra cara de la moneda, con la novedad continua que debe alimentar al presente para que siga dominando. Con aquello que le dice Faye Miller a Draper: Sólo te gustan los comienzos de las cosas.
    Comprobamos que las diferencias entre estas dos dimensiones son mínimas a pesar que haya un abismo entre ambas.
[7] Aun así quizás la temporada más floja (para mí) en términos de esta fascinación por el plano sea la quinta –a falta de ver la sexta y al margen de la trama– en la medida que el excesivo relajamiento de Draper rompe precisamente esta tensión dual que facilita el fenómeno de lo atemporal, la esteticidad de la estatua. Como dice Don en la primera temporada, hay un punto en el que hay que dejar la seducción para ejercer la fuerza bruta.
[8] “Yo vendo productos, no publicidad”, afirma Draper en la segunda temporada.
[9] La cuestión del éxito aparece y desaparece a lo largo de temporadas y personajes, pero siempre acaba por quedar relevada a un segundo plano, como la misma enemistad con Ted Chaough en la cuarta temporada.
[10] Una vez más comprobamos esa inextricable relación entre el presente y lo atemporal –en el caso de Mad Men caminando en paralelo a pesar de sus diferencias.

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