Vi mi rostro reflejado más allá, en
la calzada dejada atrás sin admitir quejas, pero mis ojos no pudieron retornar
a su dueño, desplazados por cuerpos incómodos, desquiciados en el acinamiento
del autobús, a sabiendas de que la velocidad tenía un coste, resignados de
mentira pues las caras reprimían sus nervios mediante toscas burlas a una
pantalla electrónica, a las formas sensuales de la carne o a una nada que
parecía no tener lugar allí, desalojada por el sudor de las posiciones
imposibles, dignas de circo, de las ropas equivocadas, placer vírico, de
cualquier expresión mal sonante en la boca más pequeña, como si se hubiera
posado inocentemente, atraída por algún ruido transmitido por la música y no el
oxígeno, chicle mascado, erotismo agotado, primitiva forma de comunicación
perdida entre un proyecto público que no realizó la Voluntad sino que pacificó
la acción a través del espacio, una calle principal y unas ruedas, una espera
que desea convertirse en tensión de western, avergonzada de su aburrimiento, de
que decidiera ponerme los cascos para soñar otro mundo en el que cada hálito me
desintegrará –no, como aquí, donde todo aliento estremece– y la aceleración no
ralentice el deseo bajo posiciones tristes. solas. y entonces, al bajar, vi
otra vez aquel rostro, el mío, cruzándose y dejándome atrás a pesar de todas
las promesas, de que la ciudad fuera nuestra
ver
mi rostro en un doble reflejo es el menor de mis problemas cuando tengo que
huir con los pies torcidos, correr hacia
y no desde, ante la indiferencia de
una tecnología que no espera a nadie, pudiéndose permitir imperfecciones
imperdonables para estos ritmos cardiacos encerrados en una pila chiquita y
lejana, como un futuro sin paciencia, que exigen ser expuestos a un límite
comedido, el de la frontera entre el digno caminar apresurado y el correr
envuelto en locura, el de la ciudad reducida a la seguridad de la ruta del
tráfico y la selva de los salvajes atajos y el innombrable lenguaje de las
fachadas grises que ocultan sorpresas dispuestas a todo por un segundo desnudo
de lluvia, negocio y necesidad,
insumisas al puzle que se cree mapa en la comunión del cálculo y la
experiencia, sugiriendo que no habrá redención y que los sueños se transpiran
en el primer desvío, y que, aunque a nadie más le importe, siempre podré
saludar: a las sombras y a las sobras, a los restos y pedazos y a los trazos de
piel muda a medio secar en cualquier portal, tras un choque fortuito que se
agote en el instante y no quede preso o reprimido, sin que arribe a buen puerto
y me recuerde que, llegue pronto o llegue tarde, mi lugar no está aquí
Sandra Martínez, Zaragoza, Noviembre 2013
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