Como
compensación a la ausencia del mes pasado he pensado en ofreceros esta pequeña
reflexión sobre Spring Breakers (2012)
que será publicada dentro de un tiempo en otra revista con un formato aún más
breve y en el idioma de J. J. Cole. Pero aquí es donde se encuentra el director’s cut, con una temática cercana
a la sección de Los límites del control.
Antes de
nada debo admitir mi perplejidad y las dificultades que tuve a la hora de
intentar comprender una película en la que concentración y aburrimiento,
clichés y “otras cosas”, juego y olvido, se confunden. En este sentido, tengo
que dar las gracias al magnífico libro La
facción caníbal (2012) por reencontrarme con viejos conceptos casi
olvidados sin los cuales me hubiera sido más complicado aproximarme a esta
película debido a mi amplio desconocimiento sobre cuestiones estéticas. También
quiero dar gracias al cancionero Noches
de tránsito (2009) del que tomo prestada de su contraportada la maravillosa
expresión “la lentitud de la derrota”. Quién sabe si seguiría elidida sin sus
encuentros con el señor Kozelek.
Aunque si
topé con ambos libros fue debido a las recomendaciones de dos de las pocas
personas –más– mayores que yo a las que les tengo ese afecto que torna palabras
y gestos en revelaciones. Gracias de nuevo.
Ah, dirrty, filthy,
nasty oh, you nasty, yeah, too dirrty to clean my act up. If you ain't dirrty,
you ain't here to party.
Cualquier
pequeña introducción a Spring Breakers
resulta más larga que la exposición de una trama que puede resumirse exhaustivamente
en tan sólo tres líneas repetidas hasta la saciedad; cubriendo el resto del
espacio con los últimos éxitos musicales. Así, la lógica que parece dirigir el
film es la de expandir hasta el límite la tendencia de los videoclips a crear
mini-películas, invirtiendo el resultado y dando lugar a un macro-videoclip
que, en su dilatación, provoca relieves en la superficialidad.
Pero
precisamente estos relieves son los que impiden el movimiento que permite
decidir si estamos ante una crítica o una apología, cinismo o risa franca.
Entrando por ello en el terreno de la estética y traspasando –que no
necesariamente transgrediendo– las barreras del imperio de lo políticamente
correcto que dificulta la reflexión autónoma. Sin embargo, esto plantea un
problema mayor puesto que de repente nos situamos en un terreno inhóspito,
rodeados por tres grandes conceptos que nos sirven para aproximarnos a otras
tres grandes tradiciones del cine estadounidense. Por un lado, tenemos lo siniestro –ejemplificado en cierto cine
de David Lynch–, aquella experiencia resumida por Freud entre otros, en la que
algo mínimo falla en lo cotidiano, apareciendo el horror. Sí, podría decirse
que en Spring Breakers el día a día,
esas niñas, se ha transformado en otra cosa, algo horripilante; no obstante,
falta algo, la obviedad de las imágenes impide el balbuceo de un subconsciente
que se rebela.
Por otro
lado, llegamos al concepto de lo sublime.
Desde su aproximación kantiana lo sublime es aquello que alude a una informidad
e ilimitación que nos supera. Esta definición bien podría servir para explicar
parte del cine de Terrence Malick pero aquí, en el simulacro de unas imágenes
digitalizadas donde en ningún plano es imposible de separar lo natural de lo
artificial –desde la iluminación hasta los cuerpos–, pierde sentido. Sin
embargo, existe otra definición de lo sublime anterior a Kant menos utilizada: Aquella
formulada por Burke en donde lo sublime proviene del terror, de un objeto que,
en su terror encuentra la belleza. Como vemos, aquí entran grandes tradiciones
cinematográficas como el Slasher y
sus asesinatos. Volvemos a estar cerca, pero no lo suficiente, como para
afirmar que lo que estamos viendo se corresponde a eso. La película que nos ocupa no embellece lo feo, pues no deja en
ningún momento espacio para éste, ni siquiera para convertir la tortura o la
sangre en un arte.
De hecho,
incluso habría que tener cuidado en afirmar que se produce lo contrario,
afeándose lo bello. La niñez inmaculada no logra mancharse a lo largo de unas
escenas en la que las que el cuerpo no se convierte en aparato de liberación
sino de represión y control –salvo una Rachel Korine cuyo apellido no es casual,
el resto no enseñan sus partes impúdicas más de lo que se vería en un recatado
concurso de misses, tampoco hay más
que un coito, pues el cuerpo es un arma que sólo se debe utilizar como última
opción–, el mito de Scarface se da
sin Scarface –el personaje no deja de
ser un blanco famoso– e incluso los sonidos electrónicos de ese personaje que
es la banda sonora han sustituido al satanismo del rock, al barbarismo del rap.
Es decir, no estamos ante una película de iniciación donde, como se suele
repetir, las jóvenes artistas Disney se hacen mayores y se desmadran, sino, por
el contrario, nos topamos con la última adquisición del emporio Disney,
trasladando el juego, la reversibilidad y el parque de atracciones a géneros
que anteriormente no eran de su propiedad –véase asimismo el caso LucasArts. Su trama, simple, convencional, como un capítulo del canal
del ratón, se lanza a la conquista del mercado que representan aquellas chicas
más difíciles, dejando por el camino
a esas que ya son fieles a su logo –la santa y la que se asusta con la
violencia– sin perder por ello sus valores.
Entendemos así la confusión a la hora de señalar dónde
se inscribe exactamente este film. La
transgresión de un director de culto como Korine no se encuentra en el terreno
moral sino en el estético, al imitar el gesto de las vanguardias del siglo
pasado e intentar hacernos creer que un capítulo comercial de Disney puede ser
considerado Arte o, mejor dicho y tras su muerte, “otra cosa”. Irrumpiendo,
ahora sí, lo Feo en el ámbito de lo Bello mediante el cambio en la recepción de
lo cotidiano –un cambio que tras la “generación móvil” ya no es espacial sino
mental.
Quizás
–quizás– burla trazada aquí con el signo de la derrota. Sergio, United States Minor Outlying Islands, Julio? 2013
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