En el anterior artículo se abrió de manera algo tramposa una nueva
sección que, como siempre, intentará desarrollarse a través de interrupciones.
En el caso que nos ocupa, el deseo de las siguientes líneas pasa por realizar
un análisis del documental, entendido éste como el último rincón donde se
refugia el término verdad –por
supuesto, desde una aproximación cotidiana, como expectativas del/a espectador/a,
y no como concepto filosófico– una vez que ha quedado marginado en el terreno
de las artes y sustituido en las demás regiones por la cuestión del poder –ya
sea de manera teórica o impúdica como en el periodismo corporativo.
Por lo tanto, lo que aquí nos
interesa es observar la retórica y los mecanismos en torno a los cuales se
organiza esta verdad –o estas verdades– utilizando diferentes
“cuerpos”. Cuatro sujetos –Enron: The Smartest Guys in the Room
(2005), The Invisible War (2012), Super Size Me (2004) y The Fog of War: Eleven Lessons from the Life
of Robert S. McNamara (2003)– serán los seleccionados para una disección de
zonas muy concretas alrededor de principalmente dos componentes: Sus personajes
y su estructura.
Por ello, si a la cuestión de que lo
abordado no va a ceñirse tanto a lo que cuentan los documentales o sus
relaciones culturales, le sumamos la excesiva extensión de un texto doble que
recoge los meses de Junio y Julio[1], quizás
pueda resultar algo aburrido de leer de un tirón. O quizás no, pues el verano
ha llegado y el Tiempo toma decisiones imprevisibles.
I don't know what they
say but it's lies
Este
presente es un momento idóneo para tratar la cuestión de los documentales,
ahora que incluso la literatura sólo puede ser broma de la broma, entre una
repetición de lugares comunes que producen personajes clichés, muertos, más
reales que nosotros/as. Pero, ¿qué capacidad pueden tener los documentales,
algo mucho más mínimo, desenfadado en su seriedad?
Antes
de entrar a examinar los documentales conviene dar una pequeña definición
acerca de qué tenemos en mente cuando aquí estamos hablando de verdad, ya que en las líneas superiores
hemos mencionado a la verdad como
expectativa, pero nada se ha dicho de cómo funciona ésta. Sin querer entrar en
disputas complejas tan sólo basta citar tres concepciones pragmáticas
estadounidenses para poder comprender de manera rápida cuál podría ser un
estado mental con el que se supone que los espectadores –americanos– van a recibir estas imágenes en movimiento. Va de suyo
que lo expuesto es un mero pastiche aglutinador.
En una presentación meramente cronológica, cabría citar primero a
Emerson y su crítica a la certeza, a la búsqueda de fundamentos y al
cientificismo, a favor de una concepción de la verdad como algo en continuo
cambio. Así, siguiendo ahora a William James, este pragmatismo, como método
para pensar pero no como nueva filosofía, propone una verdad puramente
funcionalista. Sin embargo, con Rorty, es necesario atender al lenguaje y sus usos,
pues la verdad pasa por una relación entre signos. En otras palabras, para
analizar la verdad que se pone en
juego en estos documentales hay que atender a su retórica; una retórica que no
busca tanto la exposición de la verdad como el cambio. Por ello, su táctica de
desocultamiento es muy diferente a la de la tradición europea –por llamarla de alguna manera burda y no estatalista–; lo
oculto que se revela es una mera táctica que viene a decir que aquello a lo que
llamamos verdad no está ejerciendo la influencia suficiente, no está
produciendo un cambio. Es por este motivo por el cual la cuestión del poder no
se entiende de manera pesimista, restrictiva, sino como positividad explícita
que debe ejercerse. Esto es, dicho con un vocabulario actual, lo interesante de estos documentales pasa por que la verdad
es aquello que no está produciendo el poder que debería. La verdad sirve para algo.
Dicho esto, conviene tener en mente
esta noción de verdad, pues a pesar
de ser breve y defectuosa, servirá para orientarnos a la hora de abordar los
siguientes documentales.
El primer documental con el que se
ha decidido comenzar nuestra andadura es Enron:
The Smartest Guys in the Room (2005); el cual expone la historia de la
famosa compañía “energética” Enron en
una narración sin muchos artificios: Orígenes de la nada, esplendor y caída
absoluta.
Nos encontramos entonces ante la
típica historia del sueño americano que se reproduce en la misma estructura del
documental: Primero, un resumen inicial de la fortuna y la quiebra que marcan
las cuestiones fundamentales a tratar: La avaricia, la ceguera, la ambición…
Así, partiendo de que todos/as conocemos el final es posible empezar por éste,
exhibiendo las típicas justificaciones –no se sabía nada de lo que estaba
pasando, es una conspiración, etc.–. Una vez aclarado el estado de las cosas se
comienza a narrar los inicios de la empresa y sus primeros chanchullos, hasta
que con la llegada del segundo de a bordo consiguen el empujón final para aupar
a una empresa pionera en unos servicios que cambiarán la forma de ver el mundo.
De esta manera, la atención pasa del fundador, ese personaje en la sombra que
se forra, al jefe visible, el cerebro. Todo esto teñido de una atmósfera a
medio camino entre la genialidad y la cultura viril, agresiva. Por supuesto,
queda por enseñar el resto de la estructura de la empresa: Sus segundos de
abordo y sus peculiares personalidades. Ya se ha creado la red necesaria para
narrar la historia. A partir de aquí se muestra la subida exponencial de la
empresa. No obstante, lo que se ve desde fuera dista mucho de lo que realmente
pasa; la tragedia es inevitable. Toca el momento de la vorágine de corrupción,
intimidación… hasta que topamos con la primera caída, las primeras dudas. No
queda otra opción que correr hacia delante, solución: Empresas fantasmas
manejadas por el subalterno con menos escrúpulos de todos, que también hará
negocios del negocio. Lo que queda claro es que todas las empresas de alrededor
se benefician, nadie es inocente a tanta altura. Cómo no, el cerebro de la
trama se encuentra cada vez más nervioso, más inestable y la prensa comienza a
indagar. Situados en este estado de ánimo es buen momento para ver un ejemplo
de cómo eran sus actividades en ese momento –California, la liberización de la
energía y cómo esa desestabilización política hace que caiga el gobierno
demócrata en favor de los amigos de los responsables de la crisis (nota: Todos
estos artículos son insignificantes y en buena medida ociosos, no obstante, es
de OBLIGADA visión este fragmento del documental como el paradigma de lo que es
el neoliberalismo sin máscaras). Tras este break,
canto de cisne, el cerebro abandona una organización que se ha convertido en
una secta sin vida exterior. Si las ratas huyen el barco, los miembros que
dicen aún tener algo de dignidad denuncian las actividades fraudulentas de la
empresa. Las acciones se desploman. Rápidamente se busca una cabeza de turco:
El subalterno sin escrúpulos recibe todo el castigo, ha actuado a espaldas de
todo el mundo llevando a la empresa a la quiebra. Para entonces los de arriba
–cuyo punto mínimo lo marcan aquellos subalternos principales que se han
suicidado, han cantado o han sido cargados con la culpa– han vendido sus
acciones ganando una gran cantidad de dinero –aunque luego testificaran su
pobreza– y los trabajadores que habían puesto sus pensiones en acciones de la
empresa, o aquellos que directamente cobraban la mayoría de su sueldo en éstas,
se arruinan. Por no hablar de aquellos empleados que, debido a que sus empresas
son salpicadas por el escándalo, se ven en la calle. Fin.
Podría argumentarse que esta
estructura tan fácilmente reconocible por los/as espectadores/as ayuda a la
recepción del mensaje. Por si esto no fuera poco, se utiliza el recurso a Dios,
lenguaje oficial en Estados Unidos, tanto al principio –una voz en over que aparenta ser Dios, la imagen de
una iglesia con un “Jesus saves” al lado de un rascacielos, la voz
cuestionándose qué están construyendo allí– como al final del film –un cura
problematizando la cultura corporativa del país y hablando de la pérdida del
alma– para reforzar lo dicho. Asimismo, su organización mediante capítulos
breves permite que pueda verse de manera fragmentada, facilitando su inserción
dentro de las aulas. Sin embargo, algo falla.
Para empezar, la misma
“hollywoodización” del documental le produce graves agujeros, pagando caro el
buscar hacerla más entendible, más amena. Pero la misma realización de este
proceso deja en evidencia que no se puede llegar al status de una película de
género. Esto se observa rápidamente si atendemos a las voces narradoras:
Imágenes de archivo –como fragmentos del juicio a los máximos responsables,
videos internos de la empresa, grabaciones sonoras, etc.–, recreaciones en un
tono más desenfadado, testimonios a antiguos empleados y a abogados y una voz
en over como conductora de todo el
documental. Como vemos, alguien brilla por su ausencia; los protagonistas
centrales que, en una película de género, son los conductores a través de los
cuales comprendemos sus motivaciones, sus decisiones y penurias, su lado oscuro.
Silencio más allá de ciertas declaraciones en el juzgado, inaccesibilidad fuera
de los testimonios ajenos.
Sería pertinente la observación de que su aparición precisamente los
humanizaría y aquí estamos en un documental crítico –por supuesto, dejando de
lado la cuestión de la objetividad porque, como hemos visto anteriormente, no
se requiere en la concepción de verdad
que estamos manejando. Si lo que queremos es acceder a su mente entonces es
mejor ponerse una película ya que este documental es meramente una mala
película que además poseen grandes lagunas –¿por qué al principio se da la
imagen de que la empresa nació torcida y luego se dice lo contrario, que
comenzó como algo que cambiaría el mundo pero les transformó la avaricia? Sin
los personajes principales esta información no se aclara ni se observa su arco
de transformación–. Pero desde esta perspectiva la crítica sigue siendo válida;
si desde el primer momento contamos con la ausencia de los protagonistas –por
una razón u otra– debe abandonarse una estructura que está creando confusión
al/a espectador/a al depositar el peso en una ausencia; táctica muy válida en
un dispositivo de “arte y ensayo” pero no en un documental mainstream. Dirigiendo la atención hacia una zona vacía,
minimizando el impacto de un documental que pretendía tratar sobre el paradigma
empresarial y sus daños colaterales. Objetivo que se desvanece tras la sonrisa
de la mayoría de los testimonios, antiguos empleados bien acomodados, yuppies
agradecidos por salir delante de la cámara contando una anécdota graciosa que,
probablemente, volverían a hacer. La culpa recae entonces sobre los malos malos
que no se ven ni se comprenden. Y los obreros mutilados tan sólo disponen de
unos cuantos segundos ante la cámara.
También podría señalarse que es un documental frío, que huye de los
sentimentalismos para exponer algo indignante; sin embargo, su tono es
demasiado ligero como para poder situarlo en una liga superior; hay demasiada exposición y poca investigación. En
cualquier caso, no hay que perder de vista que estamos analizando este
documental desde la anterior noción de verdad
y, desde este enfoque este documental no consigue hacer nada. Por si sólo –sin, por ejemplo, el apoyo de una teoría
socialista detrás o cualquier otro background económico– tan sólo produce un
doble final, cínico en cualquier caso: Los malos ganan / no se puede engañar al
sistema, tarde o temprano te pillarán. Esta insoportabilidad de lo visto da
lugar a una comicidad, a una risa, no usamericana
o seductora, sino nerviosa, la única acción posible que no conduce a la cárcel
–con excepciones, claro.
Cabría cerrar este documental con
cierta reflexión. Una vez más, atendiendo a esta verdad como la hemos definido y recordando que en el cine
hollywoodiense encontramos los más paradigmáticos ejemplos de pastiche
a-histórico, o posmoderno si se prefiere, podría afirmarse que un documental
como éste estaría más cerca del documental histórico y su recreación por medio
de historiadores –aquí ex-empleados–, generalmente disponiendo, por ello, de
una menor capacidad para generar resultados en el presente –salvo, quizás,
contadas excepciones en relación con los símbolos sagrados como es el caso del
no-documental Lincoln (2012) donde se
confundieron géneros y se puso sobre la mesa un tipo de debate algo distinto.
Por contra,
con The Invisible War (2012) y Super Size Me (2004) nos encontramos con
documentales de diferente factura.
El primer documental trata los casos de abuso sexual –principalmente de
mujeres pero también de hombres– dentro del ejército estadounidense y su
silenciamiento por las propias estructuras jerárquicas. La premisa es clara y
potente; sin embargo, la estructura va a ser más compleja que en el caso de Enron, explotando una de las más potentes características del documental:
La posibilidad de que haya varias tramas al mismo tiempo sin que ello dificulte
el visionado. Esta estructura descansa en las voces que van a tomar partido,
alejándose de la artificialidad y distancia de la narración semiautónoma del
anterior documental. En este sentido, lo primero que llama la atención es que
ya no hay voz en over, narrador
omnisciente, más allá de algunas breves líneas en pantalla con hechos y
estadísticas que separan diferentes partes de las subtramas, imposibilitando
así cualquier mano invisible trascendente que de sentido a la narración. El
mensaje tiene que partir desde el interior de las propias imágenes en
movimiento.
Así, The Invisible War comienza con un antiguo anuncio en blanco y negro
que marca el inicio de la entrada de mujeres en el ejército. Cómo no, todo
parece ser paradisiaco, muy propio de la gran nación estadounidense. Esta
narración a través de las diferentes campañas publicitarias a lo largo de la
historia va a servir como contrapunto con lo que a continuación se narrará. Por
ello, lo que se va a mostrar inmediatamente es lo silenciado, el horror, los
testimonios de aquellas/os que han sufrido abusos sexuales por parte de
compañeros o superiores. Dos estrategias van a ser fundamentales para poder
extraer todo el dolor que repta en el interior de sus pieles. La primera pasa
por los micromovimientos de unos rostros petrificados dentro de un encuadre
apuntalado con lágrimas, impidiendo que miremos hacia otro lado, que nos
alejemos en las trampas del plano americano. La segunda consiste en una miríada
de brevísimos testimonios, flashes en los que estos se amontonan, todos
similares, produciendo en su celeridad la sensación de que el tiempo disponible
del documental no está para explicar todos los casos sino, precisamente, para
mostrar los rostros de las víctimas. ¿Y la voz?, ¿el mismo relato de las
atrocidades? En su desplazamiento cumple un papel secundario pero básico, a
pesar de la crudeza de lo relatado, de su insoportabilidad, la fuerza principal
se deposita en lo visual, liberando al sonido para que realice la función de
encarnar una ausencia que ahora sí es necesaria; nos referimos, claro, a
aquellos agresores que en ningún momento deben confundirse con los/as
protagonistas. Posicionamiento ético que no quiere concederles ningún momento
de gloria o infamia, cualquier tipo de tiempo[2].
Con esto también apercibimos cómo, a
diferencia de la ambigüedad desplegada en Enron,
aquí no se está intentando culpar a algunas personas en particular, sino a una
cierta estructura. La situación de las mujeres en el ejército es sólo el
principio de una denuncia del poder cifrado como depredación sexual en una
estructura jerárquica sin separación de poderes, antidemocrática. Constatamos
entonces este doble juego que nos vuelve a situar en el tablero del lenguaje
estadounidense y de sus mitos intocables.
No obstante, existen otros trucos
entremezclados en la estructura para entroncar con el imaginario de los/as
espectadores/as que refuerzan esta espina dorsal. Además de los usuales
testimonios dando su punto de vista –periodistas, abogados, militares,
congresistas…– y que, como se ha comentado, no poseen tanta fuerza al disponer
sólo de una voz mínima, ausente en una cámara que sólo se atreve a decir algo
en la entrevista de una política que, cómo no, se hace la tonta/miente,
demostrando otra vez su papel como guardián y no protagonista; de las
estadísticas; de las imágenes de archivo, etc. también nos encontramos con la
última estrategia que permite un reconocimiento rápido y efectivo por parte
del/a espectador/a: Seleccionar entre todos los testimonios cuáles merecen la
pena tener un mayor seguimiento. Este criterio de selección sigue patrones
externos al mismo documental, dando lugar a una jerarquía de empatización que
se traduce en más minutos para desarrollar su drama cotidiano en la pantalla.
Primero la guapa y joven familia con una pequeña hija y un comprensivo marido a
pesar de su aspecto viril y su pasado
militar –pues también allí hay hombres buenos–; segundo, aquella con heridas
incurables que ha encontrado un respiro, nunca lo suficientemente largo, en los
brazos de otra mujer y sus desprejuiciados hijos; tercero, una chica virginal
con un padre militar; cuarto, el hombre cuyos matrimonios fracasados hasta que
no pudo confesar su pasado… y así progresivamente, intercaladamente, hasta
producir la difuminación necesaria para incidir en que le puede pasar a
cualquiera y en cualquier destacamiento, incluidos los más prestigiosos; al
mismo tiempo que, en su entrelazamiento, conducir la narración hasta el punto
necesario sin el cual el documental estaría incompleto: Las soluciones.
Hasta la fecha, ninguna de las
acciones de las víctimas han sido tomadas en serio, siendo desclasificadas y
desprestigiadas e, incluso, han llegado a dañar su propia carrera profesional.
El documental acompaña a varias de éstas en su último intento: una demanda que
intenta alcanzar una repercusión significativa y que se dirige más allá de las
estructuras militares que impiden toda justicia. Por supuesto, por desgracia,
fracasan. Sin embargo, esta derrota no debe confundirse con una derrota del
documental pues su cometido es otro, mínimo, lateral. Por un lado, ejercer
presión a los organismos de poder político –muchas veces resumidas en el/la
congresista[3]– al
convertir el tema privado en una
cuestión pública, siguiendo la caduca
pero vigente terminología liberal, mediante una clara retórica que apela a la
grandeza de Estados Unidos, mereciéndose un ejército a la altura, mejorando con
ello un país casi inmejorable y dejando
entrever otro peligro que toca la fibra sensible: El problema de fondo es la
amenaza de una estructura jerárquica sin separación de poderes que pone en
jaque el sistema democrático liberal y su justicia. Y, por si fuera poco, esto
es reforzado con el mensaje del miedo directo: Los mismos agresores que campan
a sus anchas en el ejército lo hacen en el vecindario donde juegan nuestros
hijos[4].
Aun con todo, existe otro tipo de
objetivo más interesante y característico, el cual, visto desde otras zonas
geográficas, podría parecer pesimista: La llamada a no alistarse en el ejército
como último, y único, recurso posible. Esta recomendación toma la misma actitud
que la de un consumidor ante un producto, “si no te satisface no lo compres,
deja que la empresa se arruine”. Así, todos los demás valores que en una
democracia que no es directa tienen un revestimiento trascendental, alejado
del/a ciudadano/a, son subsumidos en algo que si es controlable de manera
individual; la libertad de consumo[5]. De esta
manera, el documental todavía puede reconocerse como el lugar de la verdad, es decir, de la visibilización
de aquello que está oculto; pero oculto para las mismas cámaras –frente a Enron
en el que lo que se muestra ante las cámaras no es nada que antes del film
hubiera sido ocultado. Por ello, el desvelamiento no es una exposición sino una
acción que, en este caso, busca producir pérdidas a la industria militar. Pero sobre todo, es importante comprender que
esta acción no pasa tanto porque el documental haga algo –pues no ha modificado
nada a nivel institucional–, copiando el modus
operandi de documentales denuncia que mantienen un diálogo con unas
instituciones superiores al individuo, como por hacer que estos individuos
hagan algo.
En otra línea, en Super Size Me
encontramos con una denuncia de la
principal enfermedad de Estados Unidos: La obesidad debida a la mala
alimentación. Para probar esto, nuestro protagonista va a estar durante 30 días
consumiendo sólo comida del McDonald’s –aceptando tomar el menú Super Size siempre que se lo pregunten
los empleados– y no haciendo más deporte que el que haría el ciudadano medio.
Así, el film tiene un claro objetivo que parte de un reto: Tras una demanda en
contra de la comida rápida, los jueces la declararon nula porque no se pudo
establecer una relación causal entre la mala salud de los denunciantes y sus
hábitos alimenticios. En otras palabras, el documental en sí mismo, que desde
el inicio se coloca a favor del consumidor y no de una determinada ala
política, es una acción, la prueba suficiente para decantar el veredicto.
Aquí con lo primero que nos topamos
es con un cambio de registro que se aleja tanto de la frialdad de Eron como del dramatismo de The Invisible War. La risa aparece como
aquello que nos acompaña desde el primer momento, un humor que establece la
base del público al que se dirige este film: A la familia o, en otro lenguaje,
a todo el rango de edad posible[6]. Esto
implica necesariamente que tanto los personajes como la estructura del
documental van a tener que organizarse en torno a este imperativo.
Empezaremos por el tipo de
personajes que transitan por el metraje. Por un lado están aquellos cuya
aparición es didáctica y nos explican los problemas de la comida rápida –desde
citas, estadísticas y gráficos con un tono de dibujos animados hasta
testimonios de abogados, médicos, nutricionistas, etc.–. Por otro, tenemos la
visión del simple man: Entrevistas
con ciudadanos de a pie, personajes extravagantes que se encuentra en los
diversos locales de McDonald’s a lo largo del país, diferentes tipos de cuerpos
dependiendo de la región –por ejemplo, en Texas, donde sirven más menús Super Size se nota más obesidad en
los/as entrevistados/as–, etc. y su peligrosa deriva: Personas con serios
problemas de salud, niños en comedores sin control de la alimentación…
Sin embargo, ambos mundos quedarían
en cierta manera demasiado separados si no existiera un vínculo entre ellos.
Éste va a ser el papel del protagonista, de un cuerpo que va a intentar dotar
de humor un documental que progresivamente se convierte en algo aterrador,
arrastrando hacia él los problemas, al mismo tiempo que intenta salvar el
abismo entre el inicio del proceso –las advertencias de los nutricionistas, la
gente que come diariamente esa comida– y el final –la salud marchita, las
demandas que no pueden probar nada– estableciendo el documental a modo de road movie donde el movimiento, y no sus
extremos, es el mismo objetivo. Claro que para conseguir esto antes debe
superar otro hándicap; el de no caer en aquella sombra, basada en una campaña
de desprestigio, que mancha a los documentales de Michael Moore al tildarle de,
entre otras cosas, un extremista, un radical; confundiendo al mensajero con el
mensaje. Difícil situación si en los primeros minutos el protagonista aparece
llevando una camiseta con una estrella roja. ¿La solución? Primero, como se ha
dicho, la risa. Con la segunda respuesta ya entramos de lleno en el terreno de
la estructura del documental.
Esto se consigue haciendo del propio documentalista el vehículo de
prueba de su tesis, anulando rápidamente las críticas sobre una posible actitud
hipócrita. Pero para reforzar su imagen es conveniente organizar el metraje en
torno a su vida diaria y no al revés, como queriendo sugerir que el mensaje es
más importante que los propios avatares del protagonista –y más cuando estos
son el propio mensaje. De esta manera nos introducimos en la cotidianidad del
personaje: Su trabajo, su novia y sus derivas sexuales, su amor por la carne
–frente al radicalismo que sería un cierto veganismo–, su estado de ánimo, sus
regulares visitas a médicos y nutricionistas para que observen la evolución de
su salud… A partir de aquí, todos los formatos adyacentes van a ser extensiones
del día a día de este cuerpo con el que empatizamos. De esta manera, estamos
ante una película-diario, consiguiendo que los microdocumentales que se
insertan entre sus devenires y que tratan cada uno de ellos un tema polémico en
relación con el problema de la comida basura puedan ser absorbidos sin notar el
corte, sin que parezca que haya ningún tipo de moralina[7].
Estrategia reforzada con la inclusión de entrevistas callejeras –realizadas por
él y en las que se muestra interaccionando–, de la –su– voz en off con datos,
pequeñas películas de animación o testimonios, etc. formando un nudo en el que
sólo se deja ver la creciente decrepitud de su cuerpo. Por ello, en su
sufrimiento no vemos egolatría, en su continua aparición evitamos una frialdad
que alejaría a la verdad.
Como preveíamos, el documental
cumple la misión de demostrar los peligros de un abuso de la fast food y no logra repercutir en la
esfera judicial. No obstante, ahora nos damos cuenta de que quizás ese no fuera
su objetivo, en todo momento los jueces han estado fuera del ojo de la cámara –¿para
no atacar los cimientos democráticos o para que no le acusen de fascista (ellos
dirían comunista)?, ¿sacralidad o sospecha de la inutilidad de esa vía que ya
no es democrática?– en una ausencia que no es tan significativa como la de la
gerente de McDonald’s que rehúye la confrontación una y otra vez. Similitud con
Enron que tiene éxito donde éste
fracasaba, pues, por un lado, se muestra el intento de contactar con las altas
esferas y, por otro, la película principal no depende de esto, sino de la
evolución de un personaje que sí que está presente y nos importa. De esta
manera, su victoria busca la microvictoria: A partir de las demandas han
empezado a quitar las bebidas de mayor tamaño. Tras del documental se han
eliminado los menús Super Size. Logro
expresamente no reconocido –para McDonald’s el documental no ha tenido ningún
efecto– que provoca que Super Size Me
se desvíe por los mismos derroteros que The
Invisible War.
Otra vez más el documental no se
puede dirigir a los niveles superiores –sean del Estado o de la Empresa,
distinción inexistente–, buscando así a los individuos, a los/as
consumidores/as. El mensaje final sobre los riesgos a la salud queda entonces
subsumido a otro regulador que, mediante un truco de magia, parece devolvernos
el control de esas maquinarias lejanas e intratables: La realidad se cifra en
negocio y éste se reduce a los accionistas, si estos pierden capital las
empresas deben reconsiderar sus productos. Por lo tanto, el poder vuelve al
individuo mediante la última libertad que le queda, aquella que en el siglo
pasado era difícilmente incluida dentro de la categoría de las libertades y al
inicio de éste parece la única que queda: La del consumo[8]. Ésta
parece la única libertad no totalitaria, que no obliga a imponer los intereses
propios a los ajenos. “Curiosamente” su apogeo se da en el momento en el que la
democracia se encuentra desaparecida, sustituida por el mecanismo regulador de
las demandas y su justicia cifrada en compensación económica.
¿Pero cómo recuperar la voluntad
individual de las garras hechizadas del marketing? La metodología se repite tanto
en The Invisible War (2012) como en Super Size Me (2008) a pesar de que
entre ambos hayan pasado ocho años, casi una década: Mediante la confrontación
con cuerpos maltratados que han vivido aquello que denuncian y disponen de la
suficiente fuerza como para sugerir que hay un cierto vínculo con los/as
espectadores/as, que a ellos/as también les podría ocurrir. Poniendo en
práctica una ética –y no una política o una moral[9]– que
explota ese componente hipocondríaco tan desarrollado en las sociedades televisivas.
Como vemos, existen elementos comunes nada casuales para dirimir si un
documental es verdadero o no. Con el
siguiente film vamos a analizar muy brevemente –a esta altura asumo que ya he
agotado la paciencia del/a lector/a, incluso (y más) en verano– qué sucede
cuando un documental que podría estar cercano a Enron se narra a través del mismo protagonista.
En The Fog of War: Eleven Lessons
from the Life of Robert S. McNamara (2003) el protagonista deja de ser el
consumidor para pasar al jefe de la empresa, retomando la senda que no se llegó
a pisar con Enron. Enfrente nuestro
nos encontramos con Robert S. McNamara, entre otras muchas cosas primer
presidente de Ford Motor Company que
no pertenecía a la familia de Henry Ford (1960), secretario de Defensa de
Estados Unidos durante varios gobiernos demócratas a pesar de ser republicano[10]
(1961-1968) y Presidente del Banco Mundial (1968-1981). Ante el vértigo de
tener que confrontar la mirada –virtual– con un individuo de tal bagaje, las
imágenes de archivo –de la sociedad o suyas–, los efectos de la cámara, los
gráficos, las grabaciones sonoras o la reconstrucción de hechos en todo momento
están al servicio del testimonio de McNamara: Sus lecciones, sus normas.
Desde este punto de partida, lo que
a nosotros/as nos interesa en este momento es compararlo con Enron para poder ver cómo funciona este
documental. Cómo no, vayamos a su estructura: Lejos de la simplicidad del
primer film aquí se entremezclan varias líneas argumentales que se señalan
mediante dos comienzos del film: 1962 y la lección primera. Es decir, por un
lado tenemos un eje temporal que funciona mediante saltos hacia adelante y
atrás y, por otro, el ritmo marcado por el tema de la lección, por su moraleja.
La relación entre ambas líneas va a provocar el movimiento de un relato que
explota en varias direcciones dificultando la tarea de decidir cuál de ellas es
una subtrama característica de la pluralidad de los documentales y cuál es la
trama principal.
La subtrama más clara como tal, más mínima¸
es la del repaso a la historia de los Estados Unidos desde la perspectiva de
alguien que se inscribe dentro de las altas esferas de decisión; incluso el
mismo título de la película desplaza esta cuestión como algo inevitable pero
secundario. ¿Entonces la trama principal es aquella que aparece explícitamente
en el título?, ¿las mismas once lecciones? Podría serlo si no se hubiera
señalada la existencia de dos inicios intrincados entre sí. Las lecciones tan
sólo son una parte de la película, una subtrama, fundamental, sí, pero no el
hilo principal.
Llegamos entonces a una rápida
conclusión aupada en parte por los cauces de este análisis: La trama principal
es simple y llanamente la vida de Robert S. McNamara. A través de su voz, de su
rostro, intentamos comprender su figura, sus contradicciones, su transformación
por el poder y motivaciones, sus miserias… al mismo tiempo que en su recorrido
vital por el siglo XX (de las dos guerras mundiales, la Ford, Vietnam, Kennedy,
el banco mundial, la guerra fría) trazar vínculos con lo que fueron nuestras
vidas, y siguen siendo mientras se desvanecen –es decir, lo que antes del siglo
pasado se llamaría un repaso por la naturaleza
humana.
No obstante, desde esta perspectiva
se cumplen los augurios que Enron
predecía; que el protagonista sea el vehículo de narración de la historia
provoca una continua autojustificación que suaviza, si no elimina, el elemento
crítico que choca directamente con el/la espectador/a. Así, el mismo McNamara
intentaría un lavado de imagen que pasaría por tres tácticas principales más
allá de la mera explicación racional: Los gestos de su rostro decrépito que lo
alejan de la representación del mal. La creación de un antagonista que cumple
la función de villano; en este caso el infame general Curtis E. LeMay –sí, ese
que en la II Guerra Mundial obligó a sus pilotos a hacer misiones suicidas
sobre Alemania y posteriormente quemó Japón, quiso iniciar una guerra nuclear
en Cuba y se presentó como vicepresidente en el American Independent Party del racista George Wallace–, capaz de
demostrar que, a su lado, cualquier acción tomada roza el pacifismo. Y la
autoconsciencia de su pequeñez, pues ya no es ese hombre preparado que llega a
donde llega por sus méritos sino que el mero azar le lleva a posiciones de
responsabilidad en las que no tiene mucho control e intenta salvar los muebles
como puede. Para enfatizar esto último se quita responsabilidades dando un
excesivo valor al poder del presidente –sin mencionar ninguna cuestión de
poderes ocultos– al mismo tiempo que a la división de poderes y el imperio de
la ley –todo lo que hizo fue legal, si hubiera sido ilegal no lo habría hecho,
librándose mediante esta argumentación circular del truco de, por ejemplo, crear
nuevas armas y utilizarlas hasta que sea declaradas ilegales, escapando así
siempre de la ley–. De esta manera, la victoria parece clara para McNamara,
habida cuenta de que un documental basado sólo en una persona no puede
mantenerse de pie si se le ataca frontalmente[11]. Por
ello, el entrevistador invisible sólo se deja ver en un momento, cuando
interrumpe a McNamara de forma algo agresiva para recordarle a su argumentación
que ellos habían atacado Cuba;
rompiendo así la ilusión del documental y haciendo peligrar su estabilidad.
Lástima que lo expuesto no tenga el
valor que pensábamos, pues estamos ante un espejismo, una trampa creada por las
palabras con las que hemos enlazado el análisis de los anteriores documentales
con éste; enfocando nuestra interpretación hacia el personalismo. Sin embargo,
lo que podría ser la trama principal tan sólo pasa a ser la otra parte
necesaria para que tengamos el subtítulo completo del documental y se
desarrolle el mensaje más importante, aquel producido por una guerra que ya ni
siquiera es fría, más bien es neblinosa. Es más, incluso cuesta empatizar con
un personaje que en ningún momento esconde su carácter rapaz, no
arrepintiéndose de nada, pues en cualquier caso su vida ha valido la pena
vivirla –incluso aunque su mujer muriera debido a que el estrés por las
críticas a su marido y la tensión política agravara su enfermedad. Como dice en
el esclarecedor epílogo, no necesita dar explicaciones, ni siquiera de por qué
no se pronunció contra la guerra de Vietnam después de dejar el cargo; no le
van a comprender en cualquier caso y le van a seguir llamando “hijo de puta”.
¿Entonces qué? Llevamos varias líneas dando vueltas a una cuestión que
parece escapársenos, escondiéndose entre las diferentes líneas temáticas del
documental; engañosas o no. Pero a pesar de tan aciago panorama el tema
principal es extremadamente sencillo y se puede resumir a un mensaje que se
repite constantemente: Cuidado, hemos llegado a un punto en el que las armas
nucleares pueden destruirnos a todos/as; hace tiempo que perdimos la inocencia.
Éste es el elemento transversal a través de la película, el tema que se repite
una y otra vez bajo diferentes aproximaciones y cuyo movimiento se produce
mediante la unión entre esos dos filmes mencionados anteriormente –el temporal
y el de las lecciones. De esta manera se consigue comprender por qué se opta
por un desarrollo temporal no-lineal en el que el mismo McNamara desafía abiertamente
la causalidad o, más bien, yuxtaposición de los/as historiadores/as: No por una
elección meramente estética sino profundamente política. A pesar de su extrema
fragilidad, del pesimismo de la razón expuesta a través de las lecciones, el
ser humano sigue siendo dueño del tiempo, teniendo responsabilidades más allá
del mero instante presente a pesar de que no existan a prioris o seguridades posibles. Este dominio del tiempo no viene
dado por ninguna teoría universitaria, sino por una pragmática que implica
mancharse las manos, pero también transigir.
Sorprendentemente, la contrarréplica a los cuerpos que transitan The Invisible War y Super Size Me ya no se dirige a los individuos como tales sino al
conjunto de ellos, a una suerte de sociedad –aunque no se formule como tal. Por
ello, si entendemos el documental como un diálogo entre la experiencia vital de
un individuo y un espectador consumidor, el objetivo se rompe, no se comunica nada[12]. Desde
esta posición es fácil caer en el cinismo posmoderno que McNamara intenta
combatir a través de las lecciones: Vais a tener que lidiar con todas estas
cuestiones, no os equivoquéis, las guerras no van a terminar y éstas sobrepasan
una mente humana que no va a cambiar, pero… ¿cómo lo hacemos para no
destruirnos?
Así, una opción es la apología de
una democracia (liberal) en disolución que, a pesar de sus fallos, parece ser
la mejor opción posible para evitar la aniquilación de toda vida en la tierra
pues bloquea el acceso al poder de aquellos lunáticos adoradores de la muerte
–y aquí aparece de nuevo el general LeMay como antagonista prototipo. Sin
embargo, la inmediata conclusión es que entonces esta democracia debe de ser global
y no meramente estatal, pues la destrucción absoluta de la humanidad puede
venir desde cualquier punto independientemente de sus convicciones ética,
políticas o religiosas. Un segundo, wait
a minute; esto recuerda bastante a ese llamamiento liberal –y muy rortiano
si elegimos la seducción como táctica– de la expansión global de la mentalidad
canónica marca USA en donde toda la
exposición de McNamara ya no pasa tanto por hablarnos de su experiencia vital
sino en barrer para casa mediante excusas desligadas de su piel. Nos ha
intentado engañar. Y eso que el documental Enron
ya nos lo advertía mientras le criticábamos su mala estructura. Aun con todo,
cabe preguntarse si, ya que seguimos vivos, sus estratagemas deberían hacernos
reflexionar, si sus palabras aportan algo incapaz de proporcionarnos
documentales con una verdad muy
mínima como The Invisible War o Super Size Me. Pero en el mismo instante
en el que esta pregunta surge otra irrumpe con más celeridad, ¿y si lo que nos
está planteando McNamara es mucho más retorcido?, ¿se debe salvar a la
humanidad por encima de cualquier voluntad individual, incluso la de un
presidente, pero también por encima de la democracia?, ¿esto significa un
respeto por las otras organizaciones políticas o es más bien un llamado a la
esclavitud –ya no estatal sino empresarial– como única existencia frente al
miedo a la extinción?, ¿son estas apreciaciones cínicas que el mismo mensaje
democrático de McNamara intenta combatir?
Hacia el final del metraje, en la
décima lección, nuestro protagonista aconseja, en un ejemplo brillante de
metacomentario o ironía, que nunca respondamos a lo que nos pregunten sino a lo
que nos gustaría que nos preguntaran. Esto mismo ha hecho McNamara a lo largo
de un documental en el que ha tenido todo el poder.
Pero lo
que verdaderamente quiso decir sólo
él lo sabe.
Sergio, United States Minor Outlying Islands, Junio/Julio 2013
[1] De hecho, otro “documental”, o mutación, que tenía pensado incluir –The Last Exorcism (Cotton) (2010)– ha
sido pospuesto para otro futuro artículo, debido a las amables amenazas de
los/as editores/as de esta revista y a un sol que no puede frenar una
habitación sin aire acondicionado.
[2] De hecho, la única confrontación personal frente a estas personas
aparece en los últimos segundos al preguntarles a las víctimas que qué le
dirían a los violadores: Palabras hipotéticas, lejanas, que casi no merecen la
pena ser expresadas.
[3] Una de las más recientes películas que ha tratado este tema de manera
explícita es Charlie Wilson's War
(2007).
[4] Por desgracia, su estrategia en este punto se muestra confusa, ¿cómo
que si se mete a los agresores en la cárcel aprenderán más del servicio
judicial y se convertirán en criminales más hábiles?, ¿entonces hay que
reformar un sistema judicial que sólo se encarga de encerrar en masa, darles
otro tratamiento o matarlos?
[5] Dejando de lado si esto es suficiente o no para producir un cambio,
como veremos, Super Size Me también
utilizará una estrategia similar basada en un “no” que debe entenderse como
positividad.
[6] Aun con todo, y aunque en España fue etiquetado como “para todos los
públicos”, en Estados Unidos fue calificado como PG según el estándar parents guide –recomendado que los
padres lo supervisen antes de que sus hijos lo vean. Las razones aquí:
http://www.imdb.com/title/tt0390521/parentalguide
Curiosísimo es el caso de An Inconvenient Truth (2006), el cual
comienza con un “Parental guidance
suggested” que descoloca su hipotético alcance inicial, llegando a sugerir
un cierto paralelismo entre la naturaleza y un cuerpo desnudo y mutilado.
¿Estrategia buscada o impuesta por ciertos poderes que intentan taponar la
difusión del mensaje? Otra rama más por la que continuar en futuros análisis.
[7] En estos microdocumentales se puede escapar momentáneamente de ese
aire cómico del documental, que en ciertas ocasiones recuerda a la
infravalorada herencia Jackass,
tratando temas problemáticos desde perspectivas más serias. Además, a través de
estos se da un paseo por toda la cultura americana:
Sistema educativo; estructura del paradigma McDonald’s; lobbys; cerebro, psicología
y adicción, etc.
[8] Apreciación que se podría extrapolar, de manera algo polémica, al caso
del lenguaje políticamente correcto y la otreidad neoliberal. Esto se puede
apreciar nítidamente en el caso de la palabra “nigga”, ya que la lucha por la utilización de este término parece
recorrer el terreno de la justicia étnica solamente de puntillas. Lo que se
está poniendo en juego en muchos casos actuales es un mero problema de
propiedad privada: Sólo un determinado sector de la población puede sacar
dinero de ese término –el caso hip hop
es el más obvio, pero también se da en otros ámbitos, véase los comentarios de
Spike Lee sobre la película Django
Unchained (2012), dirigida por el extranjero
Quentin Tarantino.
[9] Por supuesto que ambas dimensiones también se incluyen en estos
documentales, pero su papel es meramente testimonial, no pueden desarrollarse:
Toda referencia política debe mantener intacto un esquema democrático-liberal
que ya no se utiliza; por otra parte, está claro que lo que se propone tiene
una cierta moralidad pragmática, es verdad
en tanto es mejor; sin embargo, esto debe demostrarse en el terreno del cuerpo
y no de los preceptos.
[10] Cuestión aparte es el estudio de por qué los demócratas han estado
regularmente asignado el departamento de defensa a republicanos a partir de
1940 mientras que entre las filas republicanas no se ha dado el fenómeno
contrario.
[11] Existen otros medios –como el montaje, las reconstrucciones, etc.–
para provocar un ataque a un hipotético entrevistado debido a que a menos que
se esté en un show de Tony Clifton muy pocos aguantan gastar mucho tiempo ante
alguien hostil.
[12] La comunicación como acto de violencia y no como diálogo racional en
el que la mejor razón vence de alguna
manera.
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