domingo, 7 de julio de 2013

Wait a minute, Doc (II). Mentiras

En el anterior artículo se abrió de manera algo tramposa una nueva sección que, como siempre, intentará desarrollarse a través de interrupciones. En el caso que nos ocupa, el deseo de las siguientes líneas pasa por realizar un análisis del documental, entendido éste como el último rincón donde se refugia el término verdad –por supuesto, desde una aproximación cotidiana, como expectativas del/a espectador/a, y no como concepto filosófico– una vez que ha quedado marginado en el terreno de las artes y sustituido en las demás regiones por la cuestión del poder –ya sea de manera teórica o impúdica como en el periodismo corporativo.

Por lo tanto, lo que aquí nos interesa es observar la retórica y los mecanismos en torno a los cuales se organiza esta verdad –o estas verdades– utilizando diferentes “cuerpos”. Cuatro sujetos Enron: The Smartest Guys in the Room (2005), The Invisible War (2012), Super Size Me (2004) y The Fog of War: Eleven Lessons from the Life of Robert S. McNamara (2003)– serán los seleccionados para una disección de zonas muy concretas alrededor de principalmente dos componentes: Sus personajes y su estructura.

Por ello, si a la cuestión de que lo abordado no va a ceñirse tanto a lo que cuentan los documentales o sus relaciones culturales, le sumamos la excesiva extensión de un texto doble que recoge los meses de Junio y Julio[1], quizás pueda resultar algo aburrido de leer de un tirón. O quizás no, pues el verano ha llegado y el Tiempo toma decisiones imprevisibles.

I don't know what they say but it's lies


Este presente es un momento idóneo para tratar la cuestión de los documentales, ahora que incluso la literatura sólo puede ser broma de la broma, entre una repetición de lugares comunes que producen personajes clichés, muertos, más reales que nosotros/as. Pero, ¿qué capacidad pueden tener los documentales, algo mucho más mínimo, desenfadado en su seriedad?

Antes de entrar a examinar los documentales conviene dar una pequeña definición acerca de qué tenemos en mente cuando aquí estamos hablando de verdad, ya que en las líneas superiores hemos mencionado a la verdad como expectativa, pero nada se ha dicho de cómo funciona ésta. Sin querer entrar en disputas complejas tan sólo basta citar tres concepciones pragmáticas estadounidenses para poder comprender de manera rápida cuál podría ser un estado mental con el que se supone que los espectadores –americanos– van a recibir estas imágenes en movimiento. Va de suyo que lo expuesto es un mero pastiche aglutinador.

En una presentación meramente cronológica, cabría citar primero a Emerson y su crítica a la certeza, a la búsqueda de fundamentos y al cientificismo, a favor de una concepción de la verdad como algo en continuo cambio. Así, siguiendo ahora a William James, este pragmatismo, como método para pensar pero no como nueva filosofía, propone una verdad puramente funcionalista. Sin embargo, con Rorty, es necesario atender al lenguaje y sus usos, pues la verdad pasa por una relación entre signos. En otras palabras, para analizar la verdad que se pone en juego en estos documentales hay que atender a su retórica; una retórica que no busca tanto la exposición de la verdad como el cambio. Por ello, su táctica de desocultamiento es muy diferente a la de la tradición europea –por llamarla de alguna manera burda y no estatalista–; lo oculto que se revela es una mera táctica que viene a decir que aquello a lo que llamamos verdad no está ejerciendo la influencia suficiente, no está produciendo un cambio. Es por este motivo por el cual la cuestión del poder no se entiende de manera pesimista, restrictiva, sino como positividad explícita que debe ejercerse. Esto es, dicho con un vocabulario actual, lo interesante de estos documentales pasa por que la verdad es aquello que no está produciendo el poder que debería. La verdad sirve para algo.

Dicho esto, conviene tener en mente esta noción de verdad, pues a pesar de ser breve y defectuosa, servirá para orientarnos a la hora de abordar los siguientes documentales.



El primer documental con el que se ha decidido comenzar nuestra andadura es Enron: The Smartest Guys in the Room (2005); el cual expone la historia de la famosa compañía “energética” Enron en una narración sin muchos artificios: Orígenes de la nada, esplendor y caída absoluta.

Nos encontramos entonces ante la típica historia del sueño americano que se reproduce en la misma estructura del documental: Primero, un resumen inicial de la fortuna y la quiebra que marcan las cuestiones fundamentales a tratar: La avaricia, la ceguera, la ambición… Así, partiendo de que todos/as conocemos el final es posible empezar por éste, exhibiendo las típicas justificaciones –no se sabía nada de lo que estaba pasando, es una conspiración, etc.–. Una vez aclarado el estado de las cosas se comienza a narrar los inicios de la empresa y sus primeros chanchullos, hasta que con la llegada del segundo de a bordo consiguen el empujón final para aupar a una empresa pionera en unos servicios que cambiarán la forma de ver el mundo. De esta manera, la atención pasa del fundador, ese personaje en la sombra que se forra, al jefe visible, el cerebro. Todo esto teñido de una atmósfera a medio camino entre la genialidad y la cultura viril, agresiva. Por supuesto, queda por enseñar el resto de la estructura de la empresa: Sus segundos de abordo y sus peculiares personalidades. Ya se ha creado la red necesaria para narrar la historia. A partir de aquí se muestra la subida exponencial de la empresa. No obstante, lo que se ve desde fuera dista mucho de lo que realmente pasa; la tragedia es inevitable. Toca el momento de la vorágine de corrupción, intimidación… hasta que topamos con la primera caída, las primeras dudas. No queda otra opción que correr hacia delante, solución: Empresas fantasmas manejadas por el subalterno con menos escrúpulos de todos, que también hará negocios del negocio. Lo que queda claro es que todas las empresas de alrededor se benefician, nadie es inocente a tanta altura. Cómo no, el cerebro de la trama se encuentra cada vez más nervioso, más inestable y la prensa comienza a indagar. Situados en este estado de ánimo es buen momento para ver un ejemplo de cómo eran sus actividades en ese momento –California, la liberización de la energía y cómo esa desestabilización política hace que caiga el gobierno demócrata en favor de los amigos de los responsables de la crisis (nota: Todos estos artículos son insignificantes y en buena medida ociosos, no obstante, es de OBLIGADA visión este fragmento del documental como el paradigma de lo que es el neoliberalismo sin máscaras). Tras este break, canto de cisne, el cerebro abandona una organización que se ha convertido en una secta sin vida exterior. Si las ratas huyen el barco, los miembros que dicen aún tener algo de dignidad denuncian las actividades fraudulentas de la empresa. Las acciones se desploman. Rápidamente se busca una cabeza de turco: El subalterno sin escrúpulos recibe todo el castigo, ha actuado a espaldas de todo el mundo llevando a la empresa a la quiebra. Para entonces los de arriba –cuyo punto mínimo lo marcan aquellos subalternos principales que se han suicidado, han cantado o han sido cargados con la culpa– han vendido sus acciones ganando una gran cantidad de dinero –aunque luego testificaran su pobreza– y los trabajadores que habían puesto sus pensiones en acciones de la empresa, o aquellos que directamente cobraban la mayoría de su sueldo en éstas, se arruinan. Por no hablar de aquellos empleados que, debido a que sus empresas son salpicadas por el escándalo, se ven en la calle. Fin.



Podría argumentarse que esta estructura tan fácilmente reconocible por los/as espectadores/as ayuda a la recepción del mensaje. Por si esto no fuera poco, se utiliza el recurso a Dios, lenguaje oficial en Estados Unidos, tanto al principio –una voz en over que aparenta ser Dios, la imagen de una iglesia con un “Jesus saves” al lado de un rascacielos, la voz cuestionándose qué están construyendo allí– como al final del film –un cura problematizando la cultura corporativa del país y hablando de la pérdida del alma– para reforzar lo dicho. Asimismo, su organización mediante capítulos breves permite que pueda verse de manera fragmentada, facilitando su inserción dentro de las aulas. Sin embargo, algo falla.

Para empezar, la misma “hollywoodización” del documental le produce graves agujeros, pagando caro el buscar hacerla más entendible, más amena. Pero la misma realización de este proceso deja en evidencia que no se puede llegar al status de una película de género. Esto se observa rápidamente si atendemos a las voces narradoras: Imágenes de archivo –como fragmentos del juicio a los máximos responsables, videos internos de la empresa, grabaciones sonoras, etc.–, recreaciones en un tono más desenfadado, testimonios a antiguos empleados y a abogados y una voz en over como conductora de todo el documental. Como vemos, alguien brilla por su ausencia; los protagonistas centrales que, en una película de género, son los conductores a través de los cuales comprendemos sus motivaciones, sus decisiones y penurias, su lado oscuro. Silencio más allá de ciertas declaraciones en el juzgado, inaccesibilidad fuera de los testimonios ajenos.

Sería pertinente la observación de que su aparición precisamente los humanizaría y aquí estamos en un documental crítico –por supuesto, dejando de lado la cuestión de la objetividad porque, como hemos visto anteriormente, no se requiere en la concepción de verdad que estamos manejando. Si lo que queremos es acceder a su mente entonces es mejor ponerse una película ya que este documental es meramente una mala película que además poseen grandes lagunas –¿por qué al principio se da la imagen de que la empresa nació torcida y luego se dice lo contrario, que comenzó como algo que cambiaría el mundo pero les transformó la avaricia? Sin los personajes principales esta información no se aclara ni se observa su arco de transformación–. Pero desde esta perspectiva la crítica sigue siendo válida; si desde el primer momento contamos con la ausencia de los protagonistas –por una razón u otra– debe abandonarse una estructura que está creando confusión al/a espectador/a al depositar el peso en una ausencia; táctica muy válida en un dispositivo de “arte y ensayo” pero no en un documental mainstream. Dirigiendo la atención hacia una zona vacía, minimizando el impacto de un documental que pretendía tratar sobre el paradigma empresarial y sus daños colaterales. Objetivo que se desvanece tras la sonrisa de la mayoría de los testimonios, antiguos empleados bien acomodados, yuppies agradecidos por salir delante de la cámara contando una anécdota graciosa que, probablemente, volverían a hacer. La culpa recae entonces sobre los malos malos que no se ven ni se comprenden. Y los obreros mutilados tan sólo disponen de unos cuantos segundos ante la cámara.

También podría señalarse que es un documental frío, que huye de los sentimentalismos para exponer algo indignante; sin embargo, su tono es demasiado ligero como para poder situarlo en una liga superior; hay demasiada exposición y poca investigación. En cualquier caso, no hay que perder de vista que estamos analizando este documental desde la anterior noción de verdad y, desde este enfoque este documental no consigue hacer nada. Por si sólo –sin, por ejemplo, el apoyo de una teoría socialista detrás o cualquier otro background económico– tan sólo produce un doble final, cínico en cualquier caso: Los malos ganan / no se puede engañar al sistema, tarde o temprano te pillarán. Esta insoportabilidad de lo visto da lugar a una comicidad, a una risa, no usamericana o seductora, sino nerviosa, la única acción posible que no conduce a la cárcel –con excepciones, claro.

Cabría cerrar este documental con cierta reflexión. Una vez más, atendiendo a esta verdad como la hemos definido y recordando que en el cine hollywoodiense encontramos los más paradigmáticos ejemplos de pastiche a-histórico, o posmoderno si se prefiere, podría afirmarse que un documental como éste estaría más cerca del documental histórico y su recreación por medio de historiadores –aquí ex-empleados–, generalmente disponiendo, por ello, de una menor capacidad para generar resultados en el presente –salvo, quizás, contadas excepciones en relación con los símbolos sagrados como es el caso del no-documental Lincoln (2012) donde se confundieron géneros y se puso sobre la mesa un tipo de debate algo distinto.



Por contra, con The Invisible War (2012) y Super Size Me (2004) nos encontramos con documentales de diferente factura.

El primer documental trata los casos de abuso sexual –principalmente de mujeres pero también de hombres– dentro del ejército estadounidense y su silenciamiento por las propias estructuras jerárquicas. La premisa es clara y potente; sin embargo, la estructura va a ser más compleja que en el caso de Enron, explotando una de las más potentes características del documental: La posibilidad de que haya varias tramas al mismo tiempo sin que ello dificulte el visionado. Esta estructura descansa en las voces que van a tomar partido, alejándose de la artificialidad y distancia de la narración semiautónoma del anterior documental. En este sentido, lo primero que llama la atención es que ya no hay voz en over, narrador omnisciente, más allá de algunas breves líneas en pantalla con hechos y estadísticas que separan diferentes partes de las subtramas, imposibilitando así cualquier mano invisible trascendente que de sentido a la narración. El mensaje tiene que partir desde el interior de las propias imágenes en movimiento.

Así, The Invisible War comienza con un antiguo anuncio en blanco y negro que marca el inicio de la entrada de mujeres en el ejército. Cómo no, todo parece ser paradisiaco, muy propio de la gran nación estadounidense. Esta narración a través de las diferentes campañas publicitarias a lo largo de la historia va a servir como contrapunto con lo que a continuación se narrará. Por ello, lo que se va a mostrar inmediatamente es lo silenciado, el horror, los testimonios de aquellas/os que han sufrido abusos sexuales por parte de compañeros o superiores. Dos estrategias van a ser fundamentales para poder extraer todo el dolor que repta en el interior de sus pieles. La primera pasa por los micromovimientos de unos rostros petrificados dentro de un encuadre apuntalado con lágrimas, impidiendo que miremos hacia otro lado, que nos alejemos en las trampas del plano americano. La segunda consiste en una miríada de brevísimos testimonios, flashes en los que estos se amontonan, todos similares, produciendo en su celeridad la sensación de que el tiempo disponible del documental no está para explicar todos los casos sino, precisamente, para mostrar los rostros de las víctimas. ¿Y la voz?, ¿el mismo relato de las atrocidades? En su desplazamiento cumple un papel secundario pero básico, a pesar de la crudeza de lo relatado, de su insoportabilidad, la fuerza principal se deposita en lo visual, liberando al sonido para que realice la función de encarnar una ausencia que ahora sí es necesaria; nos referimos, claro, a aquellos agresores que en ningún momento deben confundirse con los/as protagonistas. Posicionamiento ético que no quiere concederles ningún momento de gloria o infamia, cualquier tipo de tiempo[2].

Con esto también apercibimos cómo, a diferencia de la ambigüedad desplegada en Enron, aquí no se está intentando culpar a algunas personas en particular, sino a una cierta estructura. La situación de las mujeres en el ejército es sólo el principio de una denuncia del poder cifrado como depredación sexual en una estructura jerárquica sin separación de poderes, antidemocrática. Constatamos entonces este doble juego que nos vuelve a situar en el tablero del lenguaje estadounidense y de sus mitos intocables.

No obstante, existen otros trucos entremezclados en la estructura para entroncar con el imaginario de los/as espectadores/as que refuerzan esta espina dorsal. Además de los usuales testimonios dando su punto de vista –periodistas, abogados, militares, congresistas…– y que, como se ha comentado, no poseen tanta fuerza al disponer sólo de una voz mínima, ausente en una cámara que sólo se atreve a decir algo en la entrevista de una política que, cómo no, se hace la tonta/miente, demostrando otra vez su papel como guardián y no protagonista; de las estadísticas; de las imágenes de archivo, etc. también nos encontramos con la última estrategia que permite un reconocimiento rápido y efectivo por parte del/a espectador/a: Seleccionar entre todos los testimonios cuáles merecen la pena tener un mayor seguimiento. Este criterio de selección sigue patrones externos al mismo documental, dando lugar a una jerarquía de empatización que se traduce en más minutos para desarrollar su drama cotidiano en la pantalla. Primero la guapa y joven familia con una pequeña hija y un comprensivo marido a pesar de su aspecto viril y su pasado militar –pues también allí hay hombres buenos–; segundo, aquella con heridas incurables que ha encontrado un respiro, nunca lo suficientemente largo, en los brazos de otra mujer y sus desprejuiciados hijos; tercero, una chica virginal con un padre militar; cuarto, el hombre cuyos matrimonios fracasados hasta que no pudo confesar su pasado… y así progresivamente, intercaladamente, hasta producir la difuminación necesaria para incidir en que le puede pasar a cualquiera y en cualquier destacamiento, incluidos los más prestigiosos; al mismo tiempo que, en su entrelazamiento, conducir la narración hasta el punto necesario sin el cual el documental estaría incompleto: Las soluciones.



Hasta la fecha, ninguna de las acciones de las víctimas han sido tomadas en serio, siendo desclasificadas y desprestigiadas e, incluso, han llegado a dañar su propia carrera profesional. El documental acompaña a varias de éstas en su último intento: una demanda que intenta alcanzar una repercusión significativa y que se dirige más allá de las estructuras militares que impiden toda justicia. Por supuesto, por desgracia, fracasan. Sin embargo, esta derrota no debe confundirse con una derrota del documental pues su cometido es otro, mínimo, lateral. Por un lado, ejercer presión a los organismos de poder político –muchas veces resumidas en el/la congresista[3]– al convertir el tema privado en una cuestión pública, siguiendo la caduca pero vigente terminología liberal, mediante una clara retórica que apela a la grandeza de Estados Unidos, mereciéndose un ejército a la altura, mejorando con ello un país casi inmejorable y  dejando entrever otro peligro que toca la fibra sensible: El problema de fondo es la amenaza de una estructura jerárquica sin separación de poderes que pone en jaque el sistema democrático liberal y su justicia. Y, por si fuera poco, esto es reforzado con el mensaje del miedo directo: Los mismos agresores que campan a sus anchas en el ejército lo hacen en el vecindario donde juegan nuestros hijos[4].

Aun con todo, existe otro tipo de objetivo más interesante y característico, el cual, visto desde otras zonas geográficas, podría parecer pesimista: La llamada a no alistarse en el ejército como último, y único, recurso posible. Esta recomendación toma la misma actitud que la de un consumidor ante un producto, “si no te satisface no lo compres, deja que la empresa se arruine”. Así, todos los demás valores que en una democracia que no es directa tienen un revestimiento trascendental, alejado del/a ciudadano/a, son subsumidos en algo que si es controlable de manera individual; la libertad de consumo[5]. De esta manera, el documental todavía puede reconocerse como el lugar de la verdad, es decir, de la visibilización de aquello que está oculto; pero oculto para las mismas cámaras –frente a Enron en el que lo que se muestra ante las cámaras no es nada que antes del film hubiera sido ocultado. Por ello, el desvelamiento no es una exposición sino una acción que, en este caso, busca producir pérdidas a la industria militar.  Pero sobre todo, es importante comprender que esta acción no pasa tanto porque el documental haga algo –pues no ha modificado nada a nivel institucional–, copiando el modus operandi de documentales denuncia que mantienen un diálogo con unas instituciones superiores al individuo, como por hacer que estos individuos hagan algo.



En otra línea, en Super Size Me encontramos  con una denuncia de la principal enfermedad de Estados Unidos: La obesidad debida a la mala alimentación. Para probar esto, nuestro protagonista va a estar durante 30 días consumiendo sólo comida del McDonald’s –aceptando tomar el menú Super Size siempre que se lo pregunten los empleados– y no haciendo más deporte que el que haría el ciudadano medio. Así, el film tiene un claro objetivo que parte de un reto: Tras una demanda en contra de la comida rápida, los jueces la declararon nula porque no se pudo establecer una relación causal entre la mala salud de los denunciantes y sus hábitos alimenticios. En otras palabras, el documental en sí mismo, que desde el inicio se coloca a favor del consumidor y no de una determinada ala política, es una acción, la prueba suficiente para decantar el veredicto.

Aquí con lo primero que nos topamos es con un cambio de registro que se aleja tanto de la frialdad de Eron como del dramatismo de The Invisible War. La risa aparece como aquello que nos acompaña desde el primer momento, un humor que establece la base del público al que se dirige este film: A la familia o, en otro lenguaje, a todo el rango de edad posible[6]. Esto implica necesariamente que tanto los personajes como la estructura del documental van a tener que organizarse en torno a este imperativo.

Empezaremos por el tipo de personajes que transitan por el metraje. Por un lado están aquellos cuya aparición es didáctica y nos explican los problemas de la comida rápida –desde citas, estadísticas y gráficos con un tono de dibujos animados hasta testimonios de abogados, médicos, nutricionistas, etc.–. Por otro, tenemos la visión del simple man: Entrevistas con ciudadanos de a pie, personajes extravagantes que se encuentra en los diversos locales de McDonald’s a lo largo del país, diferentes tipos de cuerpos dependiendo de la región –por ejemplo, en Texas, donde sirven más menús Super Size se nota más obesidad en los/as entrevistados/as–, etc. y su peligrosa deriva: Personas con serios problemas de salud, niños en comedores sin control de la alimentación…

Sin embargo, ambos mundos quedarían en cierta manera demasiado separados si no existiera un vínculo entre ellos. Éste va a ser el papel del protagonista, de un cuerpo que va a intentar dotar de humor un documental que progresivamente se convierte en algo aterrador, arrastrando hacia él los problemas, al mismo tiempo que intenta salvar el abismo entre el inicio del proceso –las advertencias de los nutricionistas, la gente que come diariamente esa comida– y el final –la salud marchita, las demandas que no pueden probar nada– estableciendo el documental a modo de road movie donde el movimiento, y no sus extremos, es el mismo objetivo. Claro que para conseguir esto antes debe superar otro hándicap; el de no caer en aquella sombra, basada en una campaña de desprestigio, que mancha a los documentales de Michael Moore al tildarle de, entre otras cosas, un extremista, un radical; confundiendo al mensajero con el mensaje. Difícil situación si en los primeros minutos el protagonista aparece llevando una camiseta con una estrella roja. ¿La solución? Primero, como se ha dicho, la risa. Con la segunda respuesta ya entramos de lleno en el terreno de la estructura del documental.

Esto se consigue haciendo del propio documentalista el vehículo de prueba de su tesis, anulando rápidamente las críticas sobre una posible actitud hipócrita. Pero para reforzar su imagen es conveniente organizar el metraje en torno a su vida diaria y no al revés, como queriendo sugerir que el mensaje es más importante que los propios avatares del protagonista –y más cuando estos son el propio mensaje. De esta manera nos introducimos en la cotidianidad del personaje: Su trabajo, su novia y sus derivas sexuales, su amor por la carne –frente al radicalismo que sería un cierto veganismo–, su estado de ánimo, sus regulares visitas a médicos y nutricionistas para que observen la evolución de su salud… A partir de aquí, todos los formatos adyacentes van a ser extensiones del día a día de este cuerpo con el que empatizamos. De esta manera, estamos ante una película-diario, consiguiendo que los microdocumentales que se insertan entre sus devenires y que tratan cada uno de ellos un tema polémico en relación con el problema de la comida basura puedan ser absorbidos sin notar el corte, sin que parezca que haya ningún tipo de moralina[7]. Estrategia reforzada con la inclusión de entrevistas callejeras –realizadas por él y en las que se muestra interaccionando–, de la –su– voz en off con datos, pequeñas películas de animación o testimonios, etc. formando un nudo en el que sólo se deja ver la creciente decrepitud de su cuerpo. Por ello, en su sufrimiento no vemos egolatría, en su continua aparición evitamos una frialdad que alejaría a la verdad.



Como preveíamos, el documental cumple la misión de demostrar los peligros de un abuso de la fast food y no logra repercutir en la esfera judicial. No obstante, ahora nos damos cuenta de que quizás ese no fuera su objetivo, en todo momento los jueces han estado fuera del ojo de la cámara –¿para no atacar los cimientos democráticos o para que no le acusen de fascista (ellos dirían comunista)?, ¿sacralidad o sospecha de la inutilidad de esa vía que ya no es democrática?– en una ausencia que no es tan significativa como la de la gerente de McDonald’s que rehúye la confrontación una y otra vez. Similitud con Enron que tiene éxito donde éste fracasaba, pues, por un lado, se muestra el intento de contactar con las altas esferas y, por otro, la película principal no depende de esto, sino de la evolución de un personaje que sí que está presente y nos importa. De esta manera, su victoria busca la microvictoria: A partir de las demandas han empezado a quitar las bebidas de mayor tamaño. Tras del documental se han eliminado los menús Super Size. Logro expresamente no reconocido –para McDonald’s el documental no ha tenido ningún efecto– que provoca que Super Size Me se desvíe por los mismos derroteros que The Invisible War.

Otra vez más el documental no se puede dirigir a los niveles superiores –sean del Estado o de la Empresa, distinción inexistente–, buscando así a los individuos, a los/as consumidores/as. El mensaje final sobre los riesgos a la salud queda entonces subsumido a otro regulador que, mediante un truco de magia, parece devolvernos el control de esas maquinarias lejanas e intratables: La realidad se cifra en negocio y éste se reduce a los accionistas, si estos pierden capital las empresas deben reconsiderar sus productos. Por lo tanto, el poder vuelve al individuo mediante la última libertad que le queda, aquella que en el siglo pasado era difícilmente incluida dentro de la categoría de las libertades y al inicio de éste parece la única que queda: La del consumo[8]. Ésta parece la única libertad no totalitaria, que no obliga a imponer los intereses propios a los ajenos. “Curiosamente” su apogeo se da en el momento en el que la democracia se encuentra desaparecida, sustituida por el mecanismo regulador de las demandas y su justicia cifrada en compensación económica.

¿Pero cómo recuperar la voluntad individual de las garras hechizadas del marketing? La metodología se repite tanto en The Invisible War (2012) como en Super Size Me (2008) a pesar de que entre ambos hayan pasado ocho años, casi una década: Mediante la confrontación con cuerpos maltratados que han vivido aquello que denuncian y disponen de la suficiente fuerza como para sugerir que hay un cierto vínculo con los/as espectadores/as, que a ellos/as también les podría ocurrir. Poniendo en práctica una ética –y no una política o una moral[9]– que explota ese componente hipocondríaco tan desarrollado en las sociedades televisivas.

Como vemos, existen elementos comunes nada casuales para dirimir si un documental es verdadero o no. Con el siguiente film vamos a analizar muy brevemente –a esta altura asumo que ya he agotado la paciencia del/a lector/a, incluso (y más) en verano– qué sucede cuando un documental que podría estar cercano a Enron se narra a través del mismo protagonista.



En The Fog of War: Eleven Lessons from the Life of Robert S. McNamara (2003) el protagonista deja de ser el consumidor para pasar al jefe de la empresa, retomando la senda que no se llegó a pisar con Enron. Enfrente nuestro nos encontramos con Robert S. McNamara, entre otras muchas cosas primer presidente de Ford Motor Company que no pertenecía a la familia de Henry Ford (1960), secretario de Defensa de Estados Unidos durante varios gobiernos demócratas a pesar de ser republicano[10] (1961-1968) y Presidente del Banco Mundial (1968-1981). Ante el vértigo de tener que confrontar la mirada –virtual– con un individuo de tal bagaje, las imágenes de archivo –de la sociedad o suyas–, los efectos de la cámara, los gráficos, las grabaciones sonoras o la reconstrucción de hechos en todo momento están al servicio del testimonio de McNamara: Sus lecciones, sus normas.

Desde este punto de partida, lo que a nosotros/as nos interesa en este momento es compararlo con Enron para poder ver cómo funciona este documental. Cómo no, vayamos a su estructura: Lejos de la simplicidad del primer film aquí se entremezclan varias líneas argumentales que se señalan mediante dos comienzos del film: 1962 y la lección primera. Es decir, por un lado tenemos un eje temporal que funciona mediante saltos hacia adelante y atrás y, por otro, el ritmo marcado por el tema de la lección, por su moraleja. La relación entre ambas líneas va a provocar el movimiento de un relato que explota en varias direcciones dificultando la tarea de decidir cuál de ellas es una subtrama característica de la pluralidad de los documentales y cuál es la trama principal.

La subtrama más clara como tal, más mínima¸ es la del repaso a la historia de los Estados Unidos desde la perspectiva de alguien que se inscribe dentro de las altas esferas de decisión; incluso el mismo título de la película desplaza esta cuestión como algo inevitable pero secundario. ¿Entonces la trama principal es aquella que aparece explícitamente en el título?, ¿las mismas once lecciones? Podría serlo si no se hubiera señalada la existencia de dos inicios intrincados entre sí. Las lecciones tan sólo son una parte de la película, una subtrama, fundamental, sí, pero no el hilo principal.

Llegamos entonces a una rápida conclusión aupada en parte por los cauces de este análisis: La trama principal es simple y llanamente la vida de Robert S. McNamara. A través de su voz, de su rostro, intentamos comprender su figura, sus contradicciones, su transformación por el poder y motivaciones, sus miserias… al mismo tiempo que en su recorrido vital por el siglo XX (de las dos guerras mundiales, la Ford, Vietnam, Kennedy, el banco mundial, la guerra fría) trazar vínculos con lo que fueron nuestras vidas, y siguen siendo mientras se desvanecen –es decir, lo que antes del siglo pasado se llamaría un repaso por la naturaleza humana.

No obstante, desde esta perspectiva se cumplen los augurios que Enron predecía; que el protagonista sea el vehículo de narración de la historia provoca una continua autojustificación que suaviza, si no elimina, el elemento crítico que choca directamente con el/la espectador/a. Así, el mismo McNamara intentaría un lavado de imagen que pasaría por tres tácticas principales más allá de la mera explicación racional: Los gestos de su rostro decrépito que lo alejan de la representación del mal. La creación de un antagonista que cumple la función de villano; en este caso el infame general Curtis E. LeMay –sí, ese que en la II Guerra Mundial obligó a sus pilotos a hacer misiones suicidas sobre Alemania y posteriormente quemó Japón, quiso iniciar una guerra nuclear en Cuba y se presentó como vicepresidente en el American Independent Party del racista George Wallace–, capaz de demostrar que, a su lado, cualquier acción tomada roza el pacifismo. Y la autoconsciencia de su pequeñez, pues ya no es ese hombre preparado que llega a donde llega por sus méritos sino que el mero azar le lleva a posiciones de responsabilidad en las que no tiene mucho control e intenta salvar los muebles como puede. Para enfatizar esto último se quita responsabilidades dando un excesivo valor al poder del presidente –sin mencionar ninguna cuestión de poderes ocultos– al mismo tiempo que a la división de poderes y el imperio de la ley –todo lo que hizo fue legal, si hubiera sido ilegal no lo habría hecho, librándose mediante esta argumentación circular del truco de, por ejemplo, crear nuevas armas y utilizarlas hasta que sea declaradas ilegales, escapando así siempre de la ley–. De esta manera, la victoria parece clara para McNamara, habida cuenta de que un documental basado sólo en una persona no puede mantenerse de pie si se le ataca frontalmente[11]. Por ello, el entrevistador invisible sólo se deja ver en un momento, cuando interrumpe a McNamara de forma algo agresiva para recordarle a su argumentación que ellos habían atacado Cuba; rompiendo así la ilusión del documental y haciendo peligrar su estabilidad.



Lástima que lo expuesto no tenga el valor que pensábamos, pues estamos ante un espejismo, una trampa creada por las palabras con las que hemos enlazado el análisis de los anteriores documentales con éste; enfocando nuestra interpretación hacia el personalismo. Sin embargo, lo que podría ser la trama principal tan sólo pasa a ser la otra parte necesaria para que tengamos el subtítulo completo del documental y se desarrolle el mensaje más importante, aquel producido por una guerra que ya ni siquiera es fría, más bien es neblinosa. Es más, incluso cuesta empatizar con un personaje que en ningún momento esconde su carácter rapaz, no arrepintiéndose de nada, pues en cualquier caso su vida ha valido la pena vivirla –incluso aunque su mujer muriera debido a que el estrés por las críticas a su marido y la tensión política agravara su enfermedad. Como dice en el esclarecedor epílogo, no necesita dar explicaciones, ni siquiera de por qué no se pronunció contra la guerra de Vietnam después de dejar el cargo; no le van a comprender en cualquier caso y le van a seguir llamando “hijo de puta”.

¿Entonces qué? Llevamos varias líneas dando vueltas a una cuestión que parece escapársenos, escondiéndose entre las diferentes líneas temáticas del documental; engañosas o no. Pero a pesar de tan aciago panorama el tema principal es extremadamente sencillo y se puede resumir a un mensaje que se repite constantemente: Cuidado, hemos llegado a un punto en el que las armas nucleares pueden destruirnos a todos/as; hace tiempo que perdimos la inocencia. Éste es el elemento transversal a través de la película, el tema que se repite una y otra vez bajo diferentes aproximaciones y cuyo movimiento se produce mediante la unión entre esos dos filmes mencionados anteriormente –el temporal y el de las lecciones. De esta manera se consigue comprender por qué se opta por un desarrollo temporal no-lineal en el que el mismo McNamara desafía abiertamente la causalidad o, más bien, yuxtaposición de los/as historiadores/as: No por una elección meramente estética sino profundamente política. A pesar de su extrema fragilidad, del pesimismo de la razón expuesta a través de las lecciones, el ser humano sigue siendo dueño del tiempo, teniendo responsabilidades más allá del mero instante presente a pesar de que no existan a prioris o seguridades posibles. Este dominio del tiempo no viene dado por ninguna teoría universitaria, sino por una pragmática que implica mancharse las manos, pero también transigir.

Sorprendentemente, la contrarréplica a los cuerpos que transitan The Invisible War y Super Size Me ya no se dirige a los individuos como tales sino al conjunto de ellos, a una suerte de sociedad –aunque no se formule como tal. Por ello, si entendemos el documental como un diálogo entre la experiencia vital de un individuo y un espectador consumidor, el objetivo se rompe, no se comunica nada[12]. Desde esta posición es fácil caer en el cinismo posmoderno que McNamara intenta combatir a través de las lecciones: Vais a tener que lidiar con todas estas cuestiones, no os equivoquéis, las guerras no van a terminar y éstas sobrepasan una mente humana que no va a cambiar, pero… ¿cómo lo hacemos para no destruirnos?

Así, una opción es la apología de una democracia (liberal) en disolución que, a pesar de sus fallos, parece ser la mejor opción posible para evitar la aniquilación de toda vida en la tierra pues bloquea el acceso al poder de aquellos lunáticos adoradores de la muerte –y aquí aparece de nuevo el general LeMay como antagonista prototipo. Sin embargo, la inmediata conclusión es que entonces esta democracia debe de ser global y no meramente estatal, pues la destrucción absoluta de la humanidad puede venir desde cualquier punto independientemente de sus convicciones ética, políticas o religiosas. Un segundo, wait a minute; esto recuerda bastante a ese llamamiento liberal –y muy rortiano si elegimos la seducción como táctica– de la expansión global de la mentalidad canónica marca USA en donde toda la exposición de McNamara ya no pasa tanto por hablarnos de su experiencia vital sino en barrer para casa mediante excusas desligadas de su piel. Nos ha intentado engañar. Y eso que el documental Enron ya nos lo advertía mientras le criticábamos su mala estructura. Aun con todo, cabe preguntarse si, ya que seguimos vivos, sus estratagemas deberían hacernos reflexionar, si sus palabras aportan algo incapaz de proporcionarnos documentales con una verdad muy mínima como The Invisible War o Super Size Me. Pero en el mismo instante en el que esta pregunta surge otra irrumpe con más celeridad, ¿y si lo que nos está planteando McNamara es mucho más retorcido?, ¿se debe salvar a la humanidad por encima de cualquier voluntad individual, incluso la de un presidente, pero también por encima de la democracia?, ¿esto significa un respeto por las otras organizaciones políticas o es más bien un llamado a la esclavitud –ya no estatal sino empresarial– como única existencia frente al miedo a la extinción?, ¿son estas apreciaciones cínicas que el mismo mensaje democrático de McNamara intenta combatir?

Hacia el final del metraje, en la décima lección, nuestro protagonista aconseja, en un ejemplo brillante de metacomentario o ironía, que nunca respondamos a lo que nos pregunten sino a lo que nos gustaría que nos preguntaran. Esto mismo ha hecho McNamara a lo largo de un documental en el que ha tenido todo el poder.

Pero lo que verdaderamente quiso decir sólo él lo sabe.

Sergio, United States Minor Outlying Islands, Junio/Julio 2013









[1] De hecho, otro “documental”, o mutación, que tenía pensado incluir –The Last Exorcism (Cotton) (2010)– ha sido pospuesto para otro futuro artículo, debido a las amables amenazas de los/as editores/as de esta revista y a un sol que no puede frenar una habitación sin aire acondicionado.
[2] De hecho, la única confrontación personal frente a estas personas aparece en los últimos segundos al preguntarles a las víctimas que qué le dirían a los violadores: Palabras hipotéticas, lejanas, que casi no merecen la pena ser expresadas.
[3] Una de las más recientes películas que ha tratado este tema de manera explícita es Charlie Wilson's War (2007).
[4] Por desgracia, su estrategia en este punto se muestra confusa, ¿cómo que si se mete a los agresores en la cárcel aprenderán más del servicio judicial y se convertirán en criminales más hábiles?, ¿entonces hay que reformar un sistema judicial que sólo se encarga de encerrar en masa, darles otro tratamiento o matarlos?
[5] Dejando de lado si esto es suficiente o no para producir un cambio, como veremos, Super Size Me también utilizará una estrategia similar basada en un “no” que debe entenderse como positividad.
[6] Aun con todo, y aunque en España fue etiquetado como “para todos los públicos”, en Estados Unidos fue calificado como PG según el estándar parents guide –recomendado que los padres lo supervisen antes de que sus hijos lo vean. Las razones aquí:
http://www.imdb.com/title/tt0390521/parentalguide
Curiosísimo es el caso de An Inconvenient Truth (2006), el cual comienza con un “Parental guidance suggested” que descoloca su hipotético alcance inicial, llegando a sugerir un cierto paralelismo entre la naturaleza y un cuerpo desnudo y mutilado. ¿Estrategia buscada o impuesta por ciertos poderes que intentan taponar la difusión del mensaje? Otra rama más por la que continuar en futuros análisis.
[7] En estos microdocumentales se puede escapar momentáneamente de ese aire cómico del documental, que en ciertas ocasiones recuerda a la infravalorada herencia Jackass, tratando temas problemáticos desde perspectivas más serias. Además, a través de estos se da un paseo por toda la cultura americana: Sistema educativo; estructura del paradigma McDonald’s; lobbys; cerebro, psicología y adicción, etc.
[8] Apreciación que se podría extrapolar, de manera algo polémica, al caso del lenguaje políticamente correcto y la otreidad neoliberal. Esto se puede apreciar nítidamente en el caso de la palabra “nigga”, ya que la lucha por la utilización de este término parece recorrer el terreno de la justicia étnica solamente de puntillas. Lo que se está poniendo en juego en muchos casos actuales es un mero problema de propiedad privada: Sólo un determinado sector de la población puede sacar dinero de ese término –el caso hip hop es el más obvio, pero también se da en otros ámbitos, véase los comentarios de Spike Lee sobre la película Django Unchained (2012), dirigida por el extranjero Quentin Tarantino.
[9] Por supuesto que ambas dimensiones también se incluyen en estos documentales, pero su papel es meramente testimonial, no pueden desarrollarse: Toda referencia política debe mantener intacto un esquema democrático-liberal que ya no se utiliza; por otra parte, está claro que lo que se propone tiene una cierta moralidad pragmática, es verdad en tanto es mejor; sin embargo, esto debe demostrarse en el terreno del cuerpo y no de los preceptos.
[10] Cuestión aparte es el estudio de por qué los demócratas han estado regularmente asignado el departamento de defensa a republicanos a partir de 1940 mientras que entre las filas republicanas no se ha dado el fenómeno contrario.
[11] Existen otros medios –como el montaje, las reconstrucciones, etc.– para provocar un ataque a un hipotético entrevistado debido a que a menos que se esté en un show de Tony Clifton muy pocos aguantan gastar mucho tiempo ante alguien hostil.
[12] La comunicación como acto de violencia y no como diálogo racional en el que la mejor razón vence de alguna manera.

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