Despertó en
un agujero. Lo sabía porque el gesto de bostezo se veía siempre entorpecido por
una superficie a medio camino entre el barro y la tierra seca, sin importar
cual fuera la figura de la convulsión elegida. A parte de aquellos brazos
continuamente castigados por intentar volar sin armonía, no había allí nadie
más que pareciera hacer algún esfuerzo por respirar. El cuerpo, paralizado tras
un sueño sin imágenes, prometía recuperarse en cualquier momento futuro cuando
experimentó el ahogo del impacto de una ráfaga de agua. Y luego otra. Y otra.
Las manecillas digitales de un reloj viejo que lucha por hacer su trabajo y lo
consigue pagando el precio de la imprecisión.
Me encaramé, rápidamente superé la
barricada invertida sin pararme a pensar si esta expresión arbitraria llegaría
a ser profética. Oscuridad que no se habla con la noche. Hasta la luz violeta
de una luna obligada a permanecer allí donde el resto ha huido, sin que ni
siquiera le preguntaran si creía en lo que hacía, no se encontraba en su
adecuada temperatura de color. El suelo encharcado tenía un tacto agrietado,
sediento. Pensé en los esfuerzos por cohabitar entre dos amigos que ya no se
conocen.
Paseó, o paseé, no hacia la luna. En
paralelo, sin dejar de mirarla ni un instante, desconfiando de su ayuda. Hasta
chocar con un viejo de pies hundidos en el agua. El olor que nos separaba
sugería lo contrario; aquel cuerpo renqueante emergía de la corriente, una
verruga del mar sin horizonte al colapsarse diferentes mareas. Otra prueba de
que la luna era una mentirosa.
Lo que fuera comenzó a hablar y al
final conversamos. El agua negra es la arena movediza que se comporta de la
manera más aterradora, te deja vivir; en la grieta de lo irreversible que une
dos mundos inconmensurables. Cómo cabalgar la hendidura cuando llorar
incrementa la profundidad del océano en vez de facilitar la flotación. La pregunta
por cómo han llegado hasta aquí no busca una descripción del recorrido, todos
lo saben. Más bien en qué momento se torció todo como para tener que saltar y
no caer en la fisura. O cómo no pudo ver lo obvio. Cuestiones que pasan por
buscar un trazo que una los puntos sin tener en cuenta que la obviedad y la
imprevisibilidad no pueden despegarse. Imposible de controlarlos de esa forma.
Desconocía quién de los dos estaba hablando.
Decidió preguntarle sobre él, el cual llevaba allí la más aproximada definición
del concepto de eternidad. Le conocía de oídas. Otros también habitaron esa
eternidad, pero lograron salir. Con algunos de ellos incluso tenía buenas
relaciones. En cualquier caso todos habían sido él de algún modo.
La comunicación estaba empantanada y
me costaba formar diálogos independientes. No entendía nada. El viejo sonrió
con los ojos pacientes, debatiéndose por el divertimento o la desesperación. Hizo
un gesto para que le acompañara. Para cuando lo interpreté, éste se había
convertido en un movimiento instantáneo a otro lugar, algo así como el
teletransporte de un cambio de acto en el teatro en banca rota donde la pobre
variación del escenario queda tapada para el eventual espectador.
Enfrente, un lejano edificio sollozaba;
su fachada se hallaba pastosa debido al agua derramándose. De vez en cuando
interferencias y franjas grises tomaban una planta cualquiera. La sensación de
amenaza debió emanciparse de mi piel porque el abuelo la utilizó para comenzar
a hablar acerca de la calavera, protectora del pensamiento, soporte de la
belleza; humillada por ambos; agujereada, mutilada para conectarlos entre sí
ocultándola, creyendo que no la necesitan, relacionándola con la absoluta
muerte despreciando así la doble imagen, tridimensional, que también contiene
la pura vida. Señaló hacia el edificio. Una calavera que no cree en la vida.
Mi yo, ese yo, se había escindido.
Uno estaba aquí, era yo, el otro se encontraba cayendo continuamente mientras
veía edificios que replicaban el efecto contrario al derrumbe de una
civilización, siempre con el peligro de perder el conocimiento o creer que tan
sólo viajaba a través de fotogramas con un espacio entre cada uno por el que
poder escapar. Si los dos yoes eran capaces de salir de sus respectivos
espacios podrían retomar esa trama de la que eran protagonistas en su
cotidianidad, reanudarla de una manera completamente distinta.
Esta vez se adelantó al movimiento
de mi cuello, adivinando una perplejidad que ya comenzaba a comprender. Otras
partes de nuestra subjetividad siguen sus vidas y no nos van a esperar, sólo ha
sido raptado un pedazo de ti, de nosotros. Pero ya lo sabes, no estamos en un
estado de ánimo, encerrados en algo químico. Como he dicho todo sigue su curso,
mientras esta atemporalidad es tan sólo una historia interceptada, donde los
personajes han desaparecido pero todavía no ha llegado el final. Tampoco
estamos en el espacio de la culpa, a nosotros mismos o a otros, del intercambio
que busca la reversibilidad, atar una cuerda cortada mediante un nudo,
esperando de nuevo encontrar un tacto uniforme.
¿Y la ayuda exterior? El mejor
regalo, pero no salimos en los mapas, somos el punto entre la mina y la madera
quebrada, su sonido acoplado al de una detonación. ¿Eres capaz de disfrutar
intensamente aquello fundamental para ti en la medida que te molestaba porque
no fuera perfecto una vez que se ha roto y no puede volver al estado anterior?
La acción que permite la respuesta, y no esta misma, es la llave que todavía no
tenemos.
El viejo se había esfumado en algún
momento de la conversación. Mirando hacia. La luna se estaba gastando y
parpadeaba en el caso de que el parpadeo fuera el agotamiento de la visión.
Pero éste no era homogéneo, engendrando baños de luz oscura en diferentes
regiones que compartían el mismo aire, persiguiéndose sin fin. Quieto,
intentaba descubrir qué sentía en los pies, soplando al agua, reproduciendo
ondas.
Úrsula, Barcelona.
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