El
zenit de una civilización, ahora tan raída que permite mi disociación entre
varios mundos con el dinero como característico pegamento, se manifiesta en
este lugar donde la escalera de la razón proporciona los ingredientes y el
sudor para el letal hechizo que transforma ese espacio suspendido de toda
relación diurna en magia sin domesticar, sólo atada, y acotada, por los
destellos rotos entre breves sonidos balbuceantes de una ciudad que aparece
como el sueño de la verdadera lucidez; aquella en la que, licuada, me adelgaza
hasta conectar con la disnea oxigenada de una sola dimensión marcada por luces
asimétricas escupidas aleatoriamente, sin órdenes; estrellas, coches, faros o
habitaciones rondando secretos, que se sitúan más cerca o más lejos de una
extensión tan extraña para nuestras medidas que, por fin, puede parecerse a un
hogar en el presente sin raíces; única naturaleza donde la sangre se redime en
una experiencia amoral en el que el carácter radicalmente extranjero de
nuestras largas piernas choca con el iris desgatado por las lágrimas producidas
por aquellas luces que acallan, afean, todo color ahora pintado en su ausencia
sólo susurrada por el movimiento de un viento altivo, libre porque aquí ya no
debe contentar más peinados sin fe, recordándonos que en su territorio podemos
ser abofeteados sin obligación de queja o sometimiento, ni futuros ni pasados,
toque de atención a otro presente que pudo haber sido entre la maraña tililante
expresada sin comunicación mediante golpes y desvanecimientos marcando
historias propias, punzadas en el estómago raído puesto encima de la
barandilla, justo al lado de brazos que terminan en unas manos enamoradas del
tacto de aquel rostro en cartón piedra cuya intensidad es la misma que, y varía
con, el paisaje; desaparecido en medio del alivio y la sonrisa de que, en ese
preciso momento fuera del tiempo, no le importas a nadie, no necesitas palabras,
ni relojes, ni facciones, ni posturas, ni recuerdos, ni anhelos; descanso
mecido en una casa salvaguardada por esclavos invisibilizados y amos demasiado
lejanos como para que cualquier peligro pueda conjurarse y rasgar la burbuja de
sentido, infancia sin deseo ni futuro bajo pompas de jabón, que una vez
desinflada me obliga a indagar en la rareza sustentada por la cotidianidad
imposible de sublimar con el abrazo de los árboles cuyos reflejos piensan
imágenes digitales y saben que es demasiado tarde para olvidar lo visto, la
acera y lo experimentado en esa otra zona donde el ascensor es el rodeo vago
que no debe llegar a ninguna parte de nuestros mapas.
Sandra Martínez, Febrero, 2012
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