Sólo
las palabras dando vueltas entre sí podían reflejar el contorno de unos ojos
lejanos, dañados por la exposición a una radiación invisible que le comunicaba
a través de una pantalla lugares inaccesibles de otra manera y que, en cierta
medida, le salvaban de esos rostros de sonrisas rígidas, imposibles ante sí,
charlando en círculos más ajenos que cualquier aparato tecnológico, entre las
pisadas sin principio ni final de aquel recinto donde la cárcel no se
encontraba en sus paredes sino en las crecientes cicatrices en las ropas
clónicas, por miedo a morir, muerte a cambio de muerte, de todos los pies
enfundados en plásticos o pieles cuya única finalidad era mantener en constante
movimientos unos cuerpos dependientes de miradas extranjeras e insignificantes,
encerradas en un mundo propio, pero clónico, de deseos futuros con carne del
presente hastiado no por sus estudios, sino por la presión de fallar en la
única carrera que a día de hoy no había sufrido los estragos de la empresa; la
de la imagen impoluta, sumisa y sádica, esclava y dueña del resto de manos,
uñas y articulaciones capaces de no desprender un olor demasiado fuerte, o
demasiado imperceptible, que suscitara un dedo acusador, proyector de una
distancia mucho mayor que cualquier red social creada para satisfacer el mismo
estado mental, quizás ampliado, que se daba en este peculiar espacio libre y,
por ello, uniforme en sus caudalosas aguas cuyo fluir arrancaba matojos,
ahogaba piedras, protegía peces… en diferentes puntos del trayecto, diferentes
años atravesados por ruidos inseguros; susurros que buscaban trascender al
interlocutor y conjurar un secreto a voces; tapones en guerra contra la pérdida
energética bajo el discurrir del conocimiento “salvador” y los guiños
perniciosos; relojes enfrentados en interpretaciones temporales divergentes e
irreconciliables ya que, en este caso, la edad del tiempo le había levantado
unas astillas irreversibles en la piel tersa a medida que aumentaba el
reconocimiento social; ese número de créditos en donde su incremento, al
contrario de las máquinas recreativas, auguraba el fin próximo de una vida
miserable pero, al fin y al cabo, su vida; la única vida que, bajo la sangre
marchita y los clichés introductores de normalidad, podía sufragar desde una
clase, un barrio, un sexo, una altura, un color, un lenguaje… suma única y
reincidente todavía capaz de mentirse y producir sonrisas sinceras, posibles a
través del espacio artificial del día y la noche de aquella arquitectura
diseñada a modo de bunker; como si todos los presentes
tuvieran el miedo rígido de aquél abandonado en un lago helado demasiado herido
como para soportar el peso de la rápida respiración exhausta.
Sandra Martínez, Zaragoza, Febrero 2012
Hola Sandra! No soy una entendida para nada ni en diseño, ni en espacios... pero de biblioteca llevo unos cuantos añicos a mis espaldas ya, y quería comentarte que me ha gustado muchísimo tu artículo, he visto plasmadas muchas ideas y sensaciones que he tenido yo alguna vez al respecto, pero que no habría sabido expresar tan bien ;) así que lo dicho, enhorabuena... y seguiré por aquí! Ana.
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