Antes del salto hacia
otros tiempos, otros intereses, en mi vida como estudiante tuve tres
revoluciones surgidas desde la institución, acaso lo único que realmente
aprendí en tanto modificó los nexos y relaciones en las que habito a pesar de
las resistencias que todavía permanecen atrincheradas buscando el contacto
brusco para alzarse bajo banderas y lemas tramposos: Las mentiras del realismo
y sus alianzas con el sentido común; la ausencia del sujeto, la multiplicidad
de los cuerpos y, por último, la curiosidad placentera por el carácter
cualitativo de los espacios, cifrada en su momento con la palabra
“arquitectura”, capaz de transformar posturas acostumbradas a lidiar con marcas
de calzado en una época donde la generalizada clausura de la calle –a pesar de
que aún haya milagrosas excepciones, como la exuberancia de los barrios obreros
que han dejado paso a la inmigración y a la vejez– diseña corredores diáfanos
en los que hasta la extravagancia más severa torna mudez, tópico, aceleración y
normalidad con el fin de transmitir la misma historia que las corporaciones de
noticias y sus modas comerciales de las que, por el contrario y a través del
dolor inicial de la mirada en contrapicado, parecen libres unas fachadas a
priori indiferentes que, por supuesto, también mantienen sus propias y
cambiantes reglas de estilo –en sintonía con sus conversaciones, sus secretos,
sus vergüenzas– pero que, en su propuesta de duración infinita sin pretender
eternidad, conserva una cierta independencia capaz de desplazar a un costado o
a la parte inferior los slogans publicitarios y los espacios de comercio
–salvo, quizás, alguna peluquería deslocalizada cuya presencia marca más un
elemento estético desgarrador, sorprendente, que un reclamo capitalista para la
desconocida–, añadiéndose el hecho fundamental de que, frente al arte, expulsa
radicalmente el deseo factible –aquel que trabaja a modo de falta– de posesión,
no sólo por la casi-imposibilidad de comprar todas las fachadas sino porque
vienen con un pack detrás, con una vivienda –como si para comprar un objeto artístico debieras llevarte con
él el mismo museo– y, sobre todo, sólo funcionan en movimiento, en un continuo
juego propuesto por nosotras, entre perspectivas, vacíos, repeticiones en
lógicas diferentes, suspensiones, retornos hacia delante, giros inesperados… sin
que se produzca el tiempo necesario
para forjarnos una narración, invirtiendo la lógica móvil de un cine que a
través de los saltos imperceptibles forma una historia, a la vez que se
desentiende por completo de los relatos acerca de lo que hay detrás, de lo
interior, escapándose toda vinculación legal o trato para llegar al terreno de
la promesa; aquella que te lanza a través del tiempo sin buscar beneficios ni
contener largas cadenas causales aprisionadoras y nos desvía por momentos a y
más allá de los grandes conceptos –Amor, Libertad, Xxxx…–, vaciados e inalcanzables,
creándose la oportunidad de habitar lo
que antes ocupaban y ahora las llaman vías muertas, abandonadas, sin apreciar
lo que se ha abierto, ese desconocido que no precisa de final. promesa,
sensaciones maravillosas
Sandra Martinez, Zaragoza, Diciembre 2012
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