En tanto nos encontramos
en fechas especiales, bien sea por las vacaciones comunes o por haber
traspasado el año-tiempo de artículos –12 en intervalos no homogéneos– parece
buen momento para hacer un parón y reflexionar sobre los presupuestos básicos
que se toman al redactar cada artículo, cambiando así la forma de escritura al
situarnos en otras dimensiones “anteriores”. En este caso, a través de los
videojuegos se pretende pensar sobre un posible punto de partida que haría
viable un hipotético artículo de espacios
habitados sobre uno o varios de estos.
Videogames que
poco tienen que ver con el homónimo tema de Lana del Rey sobre alguien que
juega con ella, sobre un control
desinteresado, a menos que se extrapole este último término a otro plano.
La cuestión del control –que tampoco debe confundirse con la forma en que la
emplea mi compañero, más
conocido en castellano como mando, mantiene unas resonancias no presentes en su
versión anglosajona, en donde el controller deja paso al gamepad y al joystick,
descomponiéndose a su vez en toda una gama de variaciones –D-pad, fightstick,
etc.–. Éste se encuentra parcialmente invisible en la palabra video-juego (lo
visual–la interacción) a pesar de ser absolutamente fundamental en este universo
particular, donde incluso puede evaluarse en buena medida los éxitos y los
fracasos de un determinado soporte en función del diseño del mando. Afirmación
nada arbitraria si tenemos en cuenta la reciente fiebre por la diversidad de
estos, pasando de estar relegados al orden de los periféricos a situarse en
primer plano como símbolos vanguardistas, llegando hasta el extremo de querer
hacerlos “desaparecer” mediante
pantallas táctiles, sensores de movimientos… pero manteniendo aquello que le
diferenciaría objetivamente de, por
ejemplo, el/la muñeco/a: Actuar como el soporte que envía a otro lugar físico
muy específico –aunque la distancia se haya liberado de la restricción de los
cables o se haya reducido hasta límites infinitesimales buscando un salto
cualitativo en la experiencia–.
Por supuesto,
conviene recalcar que con esta aproximación no se pretende definir la esencia
de los videojuegos o delimitar un terreno en el que se señale qué pertenece a
este campo y qué no[1].
Leerlo de esta manera llevaría a una miríada de malentendidos y contraejemplos
que difuminarían lo relatado habitualmente en esta sección.
Desde esta
perspectiva, en cierta manera uno de
los primeros mecanismos comerciales
–no experimentales o museísticos– es el del mando de televisión a principios de
los 50 con la “pistola lumínica” Flash-Matic
Tuning, donde el –limitado– videojuego se establece entre la pulsación del
continuo cambio de canales, produciendo un movimiento azaroso de signo
divergente al del flujo de las imágenes en movimiento previamente planificadas.
Planteamiento que se ha intentado explotar más de una vez tratando a la
televisión como videoconsola –véase el dvd y sus películas interactivas como uno de los últimos grandes intentos–.
Podría parecer
atrevida esta apropiación del par televisión + mando como primer videojuego[2],
pero lo que aquí nos interesa como portal de espacios habitados es precisamente el juego, la interacción, entre
la geografía de los puntos calientes
del mando y el ritmo de sus pulsaciones, que queda oculta al fijar nuestra
atención en las imágenes en movimiento[3].
De hecho, lo interesante radica en que realmente no importa el encadenamiento
que nos devuelvan estas imágenes, que podría ser al azar como el zapping; esto es, no interesa la trama
sino la potencia del espacio-tiempo del mando capaz de crear a su vez infinitos
espacio-tiempos sólo experimentables por aquella persona que juega. Por ello,
no tiene absolutamente nada que ver con las películas, es más, aquellos/as que
los observan sin ningún añadido –véase el extra del comentarista en los gameplays– suelen terminar por
aburrirse, molestarse –en el caso del que sufre el cambio de canal– o querer
tomar el control.
Por ejemplo, en el polémico Dear Esther nada sucede pues sólo se camina por la isla sin que la
trama avance más allá de una voz que revela parcialmente la historia, como si
estuviéramos ante la superposición de dos mundos que, en su entrelazamiento
podrían dar lugar a hablar de película, libro interactivo
con imágenes, obra de arte… si no se tiene en cuenta la importancia de un
control minimalista que nos conduce a
la cuestión del género entendido por esa especificidad ya comentada
anteriormente –del repetitivo y adictivo click en diferentes velocidades del Buscaminas, Pc Futbol o Diablo a la
combinación de botones del Street Fighter
o Bayonetta–, y que, en la infinitud
de combinaciones posibles, vendría dado como la enmarcación abierta de lo
ilimitado, devolviéndonos de nuevo al tema del control y su rejugabilidad,
alejando al videojuego de una libertad que exige no poder volver al mismo
marco, es decir, un acto radical de irreversibilidad, pero también del mero
azar y del determinismo, situándonos en otra región ontológica.
Con esto, se han subrayado algunas de las peculiaridades
en un breve recorrido saturado de escondrijos que visualiza un portal de
experiencia, y no esencia, capaz de acceder a algunos de esos espacios habitados en los que
interaccionan espacios y tiempos de manera cualitativa, especial, viva;
cotidianidades que arrancan de esta misma palabra su movimiento vulgar para
arrojarnos a la aventura.
Sandra Martinez, Zaragoza, Diciembre 2012
[1]
Es más, aquí estos se desentenderían de la plataforma y, por ejemplo, el computer no se entendería como la
deslocalización que permite mejores gráficos en su continua actualización, sino
como el combo ratón y teclado.
[2]
Llevándolo hasta el extremo, cuando era muy pequeña cada vez que caía en mis
manos una calculadora o me encontraba delante del sistema operativo de un
ordenador, se daba en el interminable juego una micro-experiencia similar.
[3]
Nexo que nos devuelve algo “privado”, no en el sentido de exclusividad o
inviolabilidad, sino de complejidad. Como dicen respecto al mando de televisión
los capitalistas de la novela Players –que se refiere a otro tipo de juego– allá por 1977: “Era íntimo, algo
susceptible de provocar cierto embarazo”.
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