Fueron suficientes para comprender lo que sujeta a la
sentencia filosófica “esse est percipi” tan sólo dos encuentros sin colisión en
menos de una semana con grupos –dos o más– de gitanxs que, desde un breve cruce
de atención, me interpelaron a pesar de parecer la menos vulnerable de entre
toda la gente de alrededor –dejando de ser una cuestión sobre violencia o
desigualdad– forjándose un vínculo, en este caso biyectivo, con una potencia tan
densa que no aguanta los envites del no prestar atención, de los metros
extendidos que sólo pueden ser salvados por la empresa titánica de los ligeros
silbidos o gritos a la postre afónicos, rompiéndose así aquella existencia no
entendida desde el individualismo rancio
sino como artículo indeterminado de incontables relacionándose entre sí por
fusiones y defunciones, cifrada como distancia sólo aproximable y, salvo casos
límites como el que me ocurrió, difíciles de prever con antelación; acontecimiento
espacial capaz de reformular el viejo concepto de “verdad” en la medida que no estamos ante una cuestión
de palabras o gestos y la mentira no se puede dar, “sinceridad” acaso sea una
palabra más precisa, pues no necesita de explicaciones lanzadoras de la atención
hacia otro lugares donde, cual hueso para el perro de los dibujos animados, sí
se podría hablar de una verdad aquí distanciada, permitiendo entender qué se
pone en juego en aquello que la literatura llama velocidad y que no consiste en
la frase literal sino en lo que se deja tras de sí sin abandonarlo desde un
punto de referencia –nuestro cuerpo en ese caso–, formando una geometría que
actúa de diferente manera, aunque lo importante sea la distancia, a esas
conversaciones pretendidamente profundas pero también a aquellos argumentos
cotidianos que, demasiado lejos o demasiado cerca, ocultan otras intenciones no
reducibles –ego, poder, huida…– percibidas a modo de ese colapso en el que el
silencio desaparece por el ruido bullendo desde múltiples ángulos.
Sandra Martínez, Zaragoza, Enero 2013
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