Dame poquitas cosas; ese olor que aguarda tímido bajo
el imperio de la vista y del oído que sólo escucha su lenguaje; que no se
reduce a la colonia en venta o a las leyes de la química destilada en un laboratorio
sellado de esperanzas, pues, aunque digan que sí, que se somete a este régimen,
no me importa en absoluto; no quiero esta vez caer en la cuestión de las
miradas sostenidas por un diálogo sordo dirigiéndose hacia el exterior, a la
confusión con otro cuerpo; no busco tener reminiscencias, indagar sobre a qué
se parece una sensación que por fin no perdure en la memoria aunque descubra
nuevos mundos, olvidándose no tras de sí, sino, increíble gesto altruista,
olvidándose de sí, lejos de toda obsesión, alcance, en favor de golpes intensos
sin necesidad del siguiente momento, ni del anterior, para subsistir en su
desaparición como la sorpresa del regalo abandonado que, creí, jamás sería
impuesto; aunque me dijera, “será como el intermitente rayo de sol entre el frío,
cuya ausencia no tiene por qué ser negativa pero su inesperada presencia
siempre es placentera”, empezando con un símil, con una limitación que no
quería significar nada, pues también me dijo “es todo tuyo”, pero se confundía
ya que ya no me interesan los clichés asociados al color de la noche de
primavera crepuscular, al golpe helado de invierno incluso en mediodía, a las
chimeneas de otoño en tardes de despedidas grises o al rocío de la mañana de
verano; como no deseo una fragancia omnipresente cuya función sea tapar,
sustituir, recordar o, peor aún, invadir la vida molecular, las ráfagas
imprevisibles, que no perseguían ni tu intensidad ni tu alcance, sencillamente
porque no se lo pidieron a nadie en particular, aunque, eso sí, se quedaron con
las ganas de pronunciarse un gracias
todavía no dicho.
Sandra Martínez, Zaragoza, Enero 2013
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