Cuando las prisas obligan a transitar por el camino
más rápido, distancia que no es la más corta objetivamente sino aquella gastada
por la rutina en la que mi tiempo
pasa mucho más rápido, sin atravesar unos espacios extraños que, aunque al
reloj no le importe e incluso le agrade, hacen que el punto de salida se vea
demasiado lejano para una presura angustiada que necesita del salto entre dos
puntos frente a la senda de la aventura, entonces me doy cuenta del automatismo
que lleva a elegir lo evidentemente cotidiano, protegido por una muralla de
estrés impidiendo algo doblemente beneficioso, desprestigiado por ser parte de
un sistema pasado, caduco frente al
progreso, sólo ejercido invisiblemente por unas clases sociales –no, ya no
hay–, razas –no, ya no existen–, desechos maquínicos capaces de aceptar lo
indigno en un (E)stado permanente de
crisis bajo la dinámica “como no gastáis tenéis que trabajar más”, máxima
causal en la medida que enlaza con las afirmaciones del siglo pasado sobre que
el ocio era la continuación del trabajo por otros medios y que crea una
situación analíticamente paradójica –trabajos rechazados-(¿)-falta de trabajo-(?)-obligación
a trabajar más en peores condiciones– que, sin embargo, debe ser disfrazada
como hiper-lógica, irremediable, para que no nos demos cuenta de aquellos
espacios por habitar descansando bajo nuestros pies con la etiqueta de lo
gratuito, de lo virtual, que necesitan
de la batalla por lo despreciable, por aquel trabajo mínimo que con un reparto
en los horarios y una postura firme en el salario, permitiría tener asegurados
los servicios básicos mayoritariamente en una sociedad sin gastos y con el
tiempo suficientemente ya no sólo para consumir sino para producir cultura;
habiendo hecho nuestro, por fin, el simulacro al grito de un “¡Que os den! No
me importa trabajar sirviendo, pero
sólo lo voy a hacer dos días a la semana. Quiero un techo para dormir y comer
dignamente, el resto lo voy a conseguir gratis y todo lo que produzca también
se distribuirá de la misma manera”, al susurro de alguien que sonríe al saber
que el trabajo más allá de la subsistencia no puede ser retribuido y se pierde,
liberado de la neurosis que necesita tener todo, entre un arte en el que el
aluvión de novedades continuas elimina toda posibilidad de perdurar en el
flujo, esto es, de erigir Dioses, junto con la imposibilidad de la venta, evita
toda trascendencia, toda meta más allá del placer de la producción por la
producción, provocando la desaparición de la crítica como selección de
propiedad privada; incitando la aparición de un lapso en el que ante el poder
centralizado despótico y el poder difuso capitalista se proponga una figura
donde a la clásica pirámide jerárquica se le opone engarzada otra pirámide
invertida, como si a un diablillo travieso se le quedara atrapado el tirachinas
tras su uso, provocando que, aunque se esté lejos de la utopía, el poder
siempre provenga de y caiga hacia la base sin que por ello deje de traspasar
todo el espacio, evitando a su vez toda sedimentación con un simple volteado,
pues estamos ante la figura de un reloj de arena, ahora impreciso, capaz de
disfrutar, sí, de los tiempos.
Sandra Martinez, Zaragoza, Febrero 2013
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