Me escapo
por los tejados de los edificios de los demás sin “mientras ques”, esperando
que esta ignorancia sobre lo que otros hagan me evite caer en los cepos de
trampero y las verjas que se agolpan unas tras otras, evitando toda entrada o,
en este caso, salto, a los hogares-intentos-de-urbanizaciones que
progresivamente han transformado la geometría del distrito –al menos su área
más holgada– en grupos de átomos o
mónadas paranoicas rechazadoras de todo cuerpo extraño hacia una calle sin
lugares de refugio que no exijan un pago, donde incluso el semi-público centro
comercial homicida ha sido enterrado por la compra online, dando como resultado
una serie paradójica en la que la calle pasa a ser sinónimo de espacio no
cubierto, sin techo, vagabundo sin posibilidad de errar capaz de certificar los
cambios de este barrio que comenzó a encarcelarse durante la segunda guerra del
golfo, cuando los comercios se actualizaron principalmente desde cuatro ejes
–comida rápida, frutos secos, “todo a 100” y, el último temporalmente, tienda
de ropa– con la peculiaridad de que, frente a la Era McDonalds, la del ya
citado centro comercial, esta vez, bajo la difuminación del modelo franquicia,
el negocio provenía de inmigrantes-esclavos manteniendo 24/7 el flujo constante
monetario en perfil low cost,
canalizando el excedente de deseo de los “grandes momentos”, los movimientos
importantes, rellenando los huecos de un pop
ahora dignificado; todo mediante una imitación refinada del Imperio en
tanto ya no se necesitaba molestarnos –poder trabajar allí, mezclarnos con los
trabajadores, preocuparse por los derechos laborales…– y, por ello, las vallas
de los edificios no tenían que ver con una amenaza física sino, más bien, con un
intento de no confundirse con lowers,
asemejándose a un capitalismo como transacción constante en los hitos y no en
sus sevenelevenslaves; a pesar de
situarse en zonas “obreras” cortaban el acceso y lo convertían en algo selectivo
de manera temporal y no espacial, esto es, del mismo modo que si antes alguien
del barrio podía comprar dos Bs y tenía que esperar un tiempo para afrontar un
A, ahora alguien podía comprar inmediatamente diez Cs provocando que este
“tiempo espacial” se redujera drásticamente, desplazando el status quo anterior
aunque fuera de manera artificial en la medida que no se aumentaba la capacidad
adquisitiva; así también el bloque seguía siendo el mismo, incluso conservando idénticas
fachadas, pero ahora se necesitaba más tiempo para acceder a éste, sedimentando
los primeros ladrillos de nuestra actual situación, en la cual los espacios de
exceso son ahora de cotidianidad –las
Cs se convierten en Bs no por otro desplazamiento sino por un corte, una
mutilación que disminuye la cadena– y el motor pasa a otros cuatro ejes
principales –peluquerías étnicas, supermercados/fruterías/panaderías, compra de
oro y casas de apuestas– que marcan la degradación del ritmo capitalista al
instaurar una estructura de supervivencia en la que el flujo principal es
exclusivamente de salida (vender las joyas, el lujo) y los nuevos espacios son
de consumo básico (pan y agua) o están cifrados en la lógica del circuito
cerrado (la peluquería, la belleza sin lujos, como retención del capital en
nudos identitarios cuando no se puede derrochar), donde los únicos excesos dejan
de ser directos para seguir una lógica trascendente (no se gasta en un coche
sino en apostar por, acaso, poder comprarlo), de la misma manera que las verjas
de los edificios ya no jerarquizan la calle, más bien nos dicen desde sus
células de supervivencia que hay que dar un salto para que, quizás, la
distancia entre unas y otras pueda volver a ser medida en pasos.
Sandra Martinez, Zaragoza, Febrero 2013
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