Eh, tú, sí, la de la camiseta de rayas, tú. Ven aquí, maja. Y tú vas. Obviamente. Vas tan deprisa como si te retropropulsara un motor subatómico: el entusiasmo. Te señalan un montón de papeles (en el sentido más absoluto de la palabra montón) y te dicen podrías hacerme fotocopias de eso, por favor.
Fotocopias. Esas cosas que escupe la máquina del final del pasillo, bajo el extintor junto a los baños. La máquina, que está ahí y que tú siempre has pensado que es la excusa perfecta para que parezca que haces algo. Quizá porque la chavala del despacho de al lado (metro ochenta, melena al viento, Blanik) usa la fotocopiadora para espiar al chico de mantenimiento, que lo único que tiene de llamativo es un destornillador de treinta centímetros (de la mano).
Claro. ¿A doble cara? Por preguntar, que no quede. A veces es mejor parecer tonta que demasiado lista. Hubieras preguntado si las quería con aroma a frutas o quizá coco, pero tampoco es cuestión de pasarse. Después de todo, llevas dos semanas sentada en la misma silla mirando a las musarañas y no quieres que se descubra que en realidad no eres necesaria. De sobra sabes que nadie lo es.
En el trayecto a la fotocopiadora te cruzas con el jefe del departamento ACME que crees que te sonríe y te da los buenos días. Luego la chica que trabaja sentada frente a la mampara, en el despacho frente a la escalera, hace como que te observa pero no te dice nada. Esta chica, supones, hace lo mismo con todo el mundo. Es la maldición de trabajar junto a la escalera: te conviertes en el control de paso. La fotocopiadora, tu gran amiga, está esperándote. Habéis pasado muchas horas juntas en los últimos días. Se ilumina de la emoción y ronronea con cierto cariño. A todo el mundo le gusta saber que le echan de menos. Sólo tú la ves a ella como algo más de lo que es. Y ella a ti.
Mientras la máquina trabaja (ñuuu, chachá, ñuuu, chachá) piensas que hoy será el último día que haces esto. Ahora volverás a tu sitio, junto a la ventana detrás de la columna y alguien te necesitará. Te verá y te encargará algo que tú y sólo tú podrás hacer y serás realmente útil. Volverás a casa pletórica y satisfecha, llamarás a tu madre y a tus amigas y podrás decir que has vuelto cansada de trabajar, que es diferente a volver de trabajar cansada.
La fotocopiadora se interrumpe, leyendo tus pensamientos. El botón verde y redondo parpadea confuso. Te está guiñando el ojo pero en realidad tiene la mirada triste. Te recuerda que esto ya lo pensaste ayer. Y antes de ayer. Escupe la última copia del montón y se apaga. Sin la luz de la fotocopiadora eres una sombra en el pasillo. Quizá esa luz sea la que única que permita verte y no eres visible bajo ninguna otra. El chico de mantenimiento sube por la escalera con su destornillador. La chica de los Blanik viene casualmente por el fondo del pasillo con su banda sonora particular. Cloc, cloc, cloc. Tiene estilo, la tía, piensas cuando os cruzáis delante de la chica que casi todo lo ve. Ves la sonrisa del chico de mantenimiento reflejada en la mampara, mientras que la chica que hay al otro lado tiene el ceño fruncido.
Natalia Pérez Cameo, Zaragoza, enero de 2012
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