Un grupo de
amigos, sentados en una cafetería delante de unos refrescos. No parecen
llevarse mal pero no hablan, simplemente miran sus móviles y escriben en sus
pantallas, mostrando más interés a lo que hay al otro lado del aparato que a
quienes tienen a su alrededor.
Seguro que no soy
el único a quien le suena ésta situación, pero en ocasiones siento que soy el
único que no la entiende.
Los avances
tecnológicos, independientemente de su finalidad (salvo que ésta sea
destructiva, incluso a veces también) son muy bien acogidos por la sociedad, y
lo son en mayor medida cuando es la propia sociedad, el individuo medio, quien
disfruta en primera persona de esos avances. Uno de los que más nos han
“llamado la atención” en los últimos tiempos ha sido la llegada de los
smartphones, y como sujeto más representativo, el iPhone de Apple, con sus
correspondientes y sospechosamente efímeras actualizaciones.
Estoy seguro de
que quien pensó en este tipo de teléfonos móviles se imaginaba a un empresario
con mucho trabajo acumulado intentando aligerar su carga ayudado de una
herramienta tremendamente útil. En ningún momento se le pasó por la cabeza
pensar en un adolescente utilizando una pieza tan valiosa de nuestra tecnología
para, simplemente, cumplir con un estándar que la propia sociedad ahora intenta
exigir. Y no es otro que el de estar a la última. Un producto de ayer es un
producto obsoleto, aunque funcione, no sirve.
Nos han intentado
convencer, con mucho éxito, por cierto, de que necesitamos tener lo más nuevo,
lo mejor, porque de lo contrario no estamos completos como personas y se nos
considera unos parias.
No pretendo
juzgar a nadie. El capitalismo y la sociedad “libre” en la que vivimos nos dan
el derecho a poder gastar nuestro dinero en lo que queramos. No es de dinero de
lo que estoy hablando aquí, es una cuestión de contradicción.
¿Cómo puede ser
que algo creado para comunicar, para acercar personas, nos aleje tanto? Es puro
vicio, hemos convertido el vicio en necesidad, entre todos. Y así, excluyendo a
quien realmente lo necesita para llevar a cabo su trabajo, por ofrecer un
servicio multitarea, ¿al resto de nosotros qué nos aporta portar una de estas
joyitas? ¿Felicidad? Creo que antes de existir ya había gente feliz.
¿Comunicación? La teníamos con un teléfono normal, en todo caso nos privan del
placer de tener una conversación decente en persona. ¿Libertad? Mejor no
responder a esa pregunta, quien no sea esclavo de su Smartphone y lo mire cada
2 minutos es merecedor de todo mi respeto y admiración.
En resumen. La
innovación bien entendida es todo un lujo y hemos de saber aprovecharla, pero
no está de más pedir dos dedos de frente para de vez en cuando decir NO a todo
lo que nos llega.
Saúl Izquierdo.
Zaragoza. Enero 2012.
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