viernes, 17 de febrero de 2012

Febrero. Balcón nocturno

El zenit de una civilización, ahora tan raída que permite mi disociación entre varios mundos con el dinero como característico pegamento, se manifiesta en este lugar donde la escalera de la razón proporciona los ingredientes y el sudor para el letal hechizo que transforma ese espacio suspendido de toda relación diurna en magia sin domesticar, sólo atada, y acotada, por los destellos rotos entre breves sonidos balbuceantes de una ciudad que aparece como el sueño de la verdadera lucidez; aquella en la que, licuada, me adelgaza hasta conectar con la disnea oxigenada de una sola dimensión marcada por luces asimétricas escupidas aleatoriamente, sin órdenes; estrellas, coches, faros o habitaciones rondando secretos, que se sitúan más cerca o más lejos de una extensión tan extraña para nuestras medidas que, por fin, puede parecerse a un hogar en el presente sin raíces; única naturaleza donde la sangre se redime en una experiencia amoral en el que el carácter radicalmente extranjero de nuestras largas piernas choca con el iris desgatado por las lágrimas producidas por aquellas luces que acallan, afean, todo color ahora pintado en su ausencia sólo susurrada por el movimiento de un viento altivo, libre porque aquí ya no debe contentar más peinados sin fe, recordándonos que en su territorio podemos ser abofeteados sin obligación de queja o sometimiento, ni futuros ni pasados, toque de atención a otro presente que pudo haber sido entre la maraña tililante expresada sin comunicación mediante golpes y desvanecimientos marcando historias propias, punzadas en el estómago raído puesto encima de la barandilla, justo al lado de brazos que terminan en unas manos enamoradas del tacto de aquel rostro en cartón piedra cuya intensidad es la misma que, y varía con, el paisaje; desaparecido en medio del alivio y la sonrisa de que, en ese preciso momento fuera del tiempo, no le importas a nadie, no necesitas palabras, ni relojes, ni facciones, ni posturas, ni recuerdos, ni anhelos; descanso mecido en una casa salvaguardada por esclavos invisibilizados y amos demasiado lejanos como para que cualquier peligro pueda conjurarse y rasgar la burbuja de sentido, infancia sin deseo ni futuro bajo pompas de jabón, que una vez desinflada me obliga a indagar en la rareza sustentada por la cotidianidad imposible de sublimar con el abrazo de los árboles cuyos reflejos piensan imágenes digitales y saben que es demasiado tarde para olvidar lo visto, la acera y lo experimentado en esa otra zona donde el ascensor es el rodeo vago que no debe llegar a ninguna parte de nuestros mapas.

Sandra Martínez, Febrero, 2012


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