domingo, 29 de diciembre de 2013

Juan de Marcos González, Ry Cooder… – Buena Vista Social Club (1997)*

*Recomendación: Empezar el bucle por Dos Gardenias

Vístete para mí.

   Porque eso significará más de lo que hasta ahora he podido pedir a nadie.

– Golpéame.

   Con esos gestos que nadie más puede notar.

   No me importa que no existas o que acudas bajo la forma en la que ellos te llaman. Y seas una utopía a la que renuncié por un cuento de hadas donde nada ha sobrevivido. Me das un mundo con el que soñar y un lenguaje para hablar a los que ya no tengo nada más que decir.

– (murmullos)

El traspiés de las cuerdas al introducirse precipitadamente en agujeros de plástico atan el necesario deseo de que todo acabe, pero aguardándolo de la manera en que se espera algo que no quiere ser recordado.


La música llega dócil y suave, sin poder distinguirla del coche ocupado por desconocidos, el árbol caduco y la gota de mar que ataca al castillo de arena. El ritmo se multiplica en pequeños duendes a los que perseguir.

– Sin arrinconarnos.


– Lo siento.

   Gracias por que esto empiece y termine en este lugar lo bastante estrecho y ruinoso como para que nos sintamos relajados y el olvido forme parte de nuestro juego, como si lo inimaginable no fuera nada más que tu piel. Un chicle que no agota su sabor es nuestra carne sin más forma que la que le demos.

Y la luz no existe, permitiéndonos manejar el punto de unión entre espacio y tiempo, tu mirada y tus labios, al construir sombras entre nosotros mientras nos acariciamos y dudamos; cuando tú iluminas los poros en los que se esconden mis palabras vacías.


– Adiós.

   Volviéndome loco sin saber a quién obedecer, al ritmo del reloj o al de tus contoneos. Cómo escapar del poder que surge por miedo a que lo amado sufra.


El paisaje y su pintura. Que haya un rincón para las lágrimas, por favor. Déjame llorar y reír sin que te importe o susurres si quiera mi nombre.


Úrsula, Barcelona


lunes, 23 de diciembre de 2013

ESPACIOS HABITADOS. Diciembre. Cambio de hora mientras vuelvo a casa.


El reflejo del neón en la acera para seguir el camino, en mis pasos, la tonadilla del revival ochentero y los labios que suspiran por recuperar algo de la guerra que perdimos, el día, o la noche, en que la hora se escapa de sí misma, exhibiendo a aquellas que no pueden todavía descansar, su radical mentira, el carácter caprichoso que unas veces nos aleja y otras nos acerca a las móviles fronteras entre pasado y presente, dirigiendo mi vuelta a casa por la misma calle de siempre, transformada irreversiblemente al recordar un sentimiento asociado a ella, desprendido de mi piel como un presente pasado que se sentía distópico y, por ello, se auto-expulsaba a un futuro en el que ahora me encuentro y que desea ese pasado con la melancolía de lo ideal, produciendo una tensión, un horizonte o puente temporal que se debate entre si se ha ganado o se ha perdido la hora, si en el mismo desfase aparece ese amor que sólo puede darse caminando en la distancia de lo paralelo, o si suena un viejo tema nunca oído al que solamente puedo aportar unas lágrimas incapaces de alcanzar su recompensa, las lágrimas de felicidad de quien imaginó que lo escucharía en su época y me sugiere que el tiempo, hoy, la distancia entre dos lágrimas, vuelve por el mismo camino cuando todo ha cambiado.


Sandra Martínez, Zaragoza, Diciembre 2013





domingo, 1 de diciembre de 2013

Brevísima e imprecisa digresión a propósito de Blue Valentine. ¿Brothers (III)?

    Como viene siendo habitual últimamente, este artículo se sitúa en la frontera de los meses, demasiado tarde para llegar pero muy pronto para reengancharse; un limbo familiar para aquellos que estamos encerradas en el simulacro entendido en su sentido peyorativo y no libertario. Una ficción que ya se ha realizado dejándonos, sí, al otro lado del cristal. Más un escaparate de saldos, restos, que un espejo.

    Los consumidores pasan mientras este texto pone morritos, es decir, se desarrolla tirando de memoria envejecida por el esfuerzo de perseguirse a sí misma queriendo aparentar ser objetiva, o fiel a un argumento ya indemostrable. Una breve e imprecisa digresión que no encuentra su espacio ideal.


You're my funny valentine, Sweet comic valentine, You make me smile with my heart. Your looks are laughable, un-photographable, Yet, you're my favorite work of art


    Poco se puede o se quiere escribir sobre la cuestión del hermano en un film como éste, el cual maneja el concepto de amor desde otras dimensiones. El bloque de las dos series de imágenes con sus propios ritmos contrapone lo ideal con la realidad, ese juego dialéctico entre el cuento de hadas y lo que sucede después de que acabe, lo que las películas románticas no relatan. Pero no va exactamente de esto la película –al menos, no en esta tentativa de mini-sección–; pues si atendemos al zurcido deshilachado que enlaza y confunde las series podemos toparnos con otra lógica polizón.

    Como se acaba de señalar, si reordenamos el film y nos preguntamos cuál es la fuerza motriz que permite que la trama se desarrolle, una de las respuestas más recurrentes sería aquella que apela a un pasado maravilloso, perfecto, que, a pesar de que en el presente tome la forma de sueño inalcanzable, sirve como fotografía eterna a la que aspirar. Si lo perfecto pasó, entonces ambos están obligados a permanecer juntos, aguantando la respiración por si la utopía retorna, bajo el juramento de ser fieles a un momento que les supera como individuos –otra cosa es que cada uno/a lo siga a su manera. Así, el pecado de ser infiel –bajo la forma que sea– no se refiere a traicionar a la otra persona sino a desafiar a algo mayor que trasciende a los dos, que está mucho más vivo que ellos, contra el que toda batalla terminará en derrota segura. Entendemos entonces por qué en las películas románticas no tiene sentido que haya un después, todo lo que sucederá no tiene interés alguno, pues la única meta, lo único real, ese ese instante en el que se da ese amor “platónico” que el matrimonio promociona –o humaniza.

    La película está abierta a más interpretaciones, por supuesto. Otra pasa por señalar que mientras él no deja de amar nunca, en ella el amor se agota. En uno el amor es una constante y en una es tan sólo un fogonazo; la línea y la coma. Nos acercamos al tema que nos impela en tanto el amor ya no es una fuerza unitaria, sino que comprobamos cómo se empieza a descomponer, dejando de ser una esencia para aparecer como un proceso perspectivista, el cual se debe analizar caso por caso.

    Vayamos un paso más lejos, situándonos desde el punto de vista de ella y afirmando que nunca le ha amado a él –al menos, no como pensamos. Por lo que recuerdo, cuando se conocen ella maneja diversos tipos de relaciones. A pesar de tener un medio noviete que parece replicar los esquemas del maltratador y la sumisa, enseguida comprobamos cómo ella le maneja como quiere y tiene una vida sexual muy activa –sexualmente sana que dirían los nutricionistas. Además, las imágenes la muestran de manera “natural”, sin dar una imagen negativa de ese comportamiento, de puta dirán los machos; lo único ponzoñoso sería, de nuevo, el ambiente familiar. Dentro de este horizonte, la irrupción de él no se da como un acontecimiento que marque un antes y un después sino como una experiencia más en su desarrollo personal; ella desea probar ese amor que su compañero predica, pero no lo sitúa en una posición de superioridad jerárquica o de eternidad.

    Esta postura nos crea un problema, ¿por qué entonces acaba subsumida a él? El hijo no es un motivo suficiente en una persona como ella, capaz de criarlo por sí sola; el amor –como él lo siente– tampoco puede ser una razón pues para ella es meramente una posibilidad más de vida, no la única. Sin embargo, debe decidir; y es aquí donde entra el concepto de hermano y se explica por qué fracasará su relación. Cuando su vida torna en estado de excepción, crack crítico, observamos que posee una serie de prejuicios que le llevan a desear una opción que parece inconsistente con su actuar. Ella corre hacia el literal príncipe azul, sin necesidad de que éste la engañe. Expliquemos mejor esto, hay dos príncipes azules que se confunden en el cuerpo del protagonista pero que tienen matices muy distintos: Él y el plano virtual hacia el que ella se dirige; eligiendo la opción que se encuentra más allá del erotismo, del amor platónico y del emprendedor forrado…[1] la de un hermano mayor que le escucha, le consuela, le hace reír y le trata bien sin situarse un nivel por encima suyo. No es meramente un amigo en tanto existe un salto cualitativo traducido en un cierto pudor y, sobre todo, debido a que el factor tiempo no hace mella con la misma intensidad, ya que la sangre puede soportar un número casi ilimitado de agravios, bajo la confianza ciega; obligación, en cierta medida[2]. Pero a su vez, como hemos comprobado con anteriores películas, este tipo de persona que debe llenar todo ese vacío al que el miedo y las inseguridades nos impiden enfrentarnos, no subsiste como un continuo, como una Familia. Únicamente se presenta en débiles y azarosas intermitencias. El desenlace está servido.

    Esta confusión entre el amor y la hermandad suele ser un tópico recurrente en nuestras sociedades; ante los problemas ella se refugia en una protección que, en lugar de ser temporal, se barniza de eternidad bajo la falsa palabra “amor”. Es muy probable que esto tenga que ver con la larga y nefasta tradición desde la que la mujer –identificada con lo femenino– sólo podía vivir a través del Hombre. De hecho, en anteriores artículos hemos visto claramente que la masculinidad –no estoy hablando del hombre, de sexos– no mezcla ambos conceptos o, mejor dicho y con un ojo puesto en The Master, los combina de manera diferente. Lo mismo ocurre en este film, pues queda patente que él la ama y eso no cambia, él lo tiene claro, no busca otra cosa[3].

    También ella necesita esa separación dibujada en otras formas de vivir; en las que la línea que orbita a su alrededor se doble en una recta que, desde su posición, se aprecie como un punto.
.final.

Sergio, United States Minor Outlying Islands, Noviembre 2013




[1] Conviene hacer dos matizaciones. Por un lado la cuestión del príncipe azul no se refiere a uno con una determinada forma, sino a la creencia en que hay algo así como tal príncipe azul. Por otro, por supuesto que hay otras películas que eligen otras opciones, en concreto, en la actual crisis permanente el tema monetario –en su sentido más sucio– vuelve con fuerza a primera plana desde todos los ámbitos.
[2] Debemos comprenderlo desde un punto de vista femenino o híbrido, puesto que aquí la visión masculina se encona y pone la palabra “amistad” en boca de su interlocutora.
   Para orientarnos podemos volver a lo tratado en The Indian Runner.
[3] Asimismo, la película nos abre una posible nueva sección en la que persigamos todo aquello que se entiende por amor desde la lógica (us)americana desplegada por él, pues nuestro texto ha evitado cobardemente enfrentarse a este problema.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Charles Mingus – The Clown (1957)




    ¿Por qué me pasa esto a mí?, ¿no es suficiente ya con mi vida?, ¿por qué darme más? Cuando uno se cree en una vía muerta siempre se añade algo al horizonte, nuevas urbanizaciones, como si la especulación inmobiliaria también se diera en un cuerpo del que sólo tengo deudas.

    Mientras espero desvío la atención de mi piel y del calendario, viejos conocidos que restringen mis opciones, dando razón a aquellas lejanas filosofías extintas que construyeron un alma presa para poder saborear la libertad. En los intermedios, pierdo la fe en el Tiempo y sus aliados y pruebo el sinfín de remedios caseros que recorren los bajos fondos de Internet; foros que ya nadie visita, textos escritos con la carne sin uñas. Toda salvación llega agrietada, en una caja que reza “ruinas”.

Necesito volver
antes de que el sol se ponga
en mi corazón

    Traduzco el rap de Ghostpoet que logra colarse por los cascos, entre las ojeras de preocupación y la ausencia de legañas, dejando bien claro que ayer me eché pronto a dormir a pesar de que sean las fiestas de mi ciudad, único momento en el que la seguridad social tiene un hueco para mí. Mido bien mis pasos, sabiendo que cada zancada representa varias horas de espera. Y no vivo precisamente cerca.

    Quizás el cosquilleo que intento bloquear con una leve sonrisa que tiñe la inexpresividad de mi rostro sea de nervios, o incluso de esperanza, sentimientos prohibidos si se quiere seguir comiendo sin vomitar. Todo el edificio me recuerda a un aeropuerto, ni siquiera uno demasiado grande, un espacio de tránsito en el que las señales invitan a elegir un destino antes de que sea demasiado tarde y desaparecer. Un aeropuerto más sincero, claro, en el que el semblante de los familiares muestra cómo son ellos los que conocen de qué va realmente el turismo. Yo estoy solo.

    Hacía tiempo que no realizaba tanto deporte. Ejercito mi sonrisa con los ojos –quiero que lo nuestro funcione– y al mismo tiempo reduzco mi campo de visión para no oír el chasquido de otras vidas insostenibles, relativizando mis problemas; lo único que me queda que me haga sentir especial. Un ruido distorsionado que parece decir mi nombre en un idioma inventado me lanza hacia el laberinto de puertas que dejan atrás la ruinosa sala de espera diseñada hace más de un siglo por alguna mente enferma, o demasiado lúcida en su capacidad de materializar el estado de ánimo de los allí presentes.

    Vago entre despachos buscando un número y me siento viejo, desubicado; sospecho que estoy siendo observado, que todo está montado para quitarte la energía y que obedezcas sin resistencia a sus recetas. Llámalo doctor o llámalo empresario.

    Por fin, una puerta entreabierta. Entonces lo sé. Sé que, después de tanto tiempo, no servirá para nada, que ni siquiera seré un cero a final de mes para aquella doctora. Pero yo me esfuerzo, lo prometo, aunque mis buenas palabras choquen una y otra vez con el aséptico interrogatorio burocrático que nada tiene que ver con mis problemas. Me imagino a mi mismo como un cacho de carne fofa desparramada por la habitación, la nueva moda en alfombras de oficina, tras desinflarme en una verborrea que da vueltas y vueltas sin poder alcanzar la meta, un perro al que se le hace creer que se le ha lanzado un objeto cuando todavía permanece en la mano. El movimiento de la doctora me vuelve a poner alerta; un rápido chequeo confirma lo peor: no encuentra nada raro, todo normal. En un instante a cámara lenta se ha quebrado algo que ya no creía conservar. Imposible, ni siquiera le ha dado tiempo a mirar. Insisto y ella me recomienda visitar a otro especialista, podría ser algo peor que no tenga nada que ver con lo que me aflige. Resisto quieto en mi asiento, aguanto en tensión el balbuceo y ella me receta un medicamente inocuo mientras evita el contacto visual y acorta las palabras, más por asimilarme al yonqui que por sentir vergüenza ante su mala praxis. Me siento mareado. Desaparezco o no sé si es ella la que desaparece.

    Amanezco en una larga fila, con esa sensación de resaca en la que el mundo se abre en dos mitades sin puentes. Si estoy bien debo aguantarme con un problema que pasa a ser subjetivo, el cual casi se podría decir que es mi culpa; la enfermedad se convierte en vergüenza. Si estoy mal estoy mucho peor de lo que podría soportar. Avanzo lentamente y eso consigue retener mis lágrimas, manteniéndome aletargado. “Recibirá una carta con la fecha de la citación”, dicen a otra persona o a mí, qué más da si para cuando vuelva ya no seré yo.

Necesito escapar
antes de que anochezca
mi corazón


    Traduzco de nuevo la canción rehaciendo los errores, esquivando la sensación de desamparo del que se sabe que importa una mierda pero ni siquiera lo suficientemente poco como para trascender y que alguien pueda aprovecharse políticamente. Camino. El pensamiento de ir a una clínica privada desaparece, simplemente aceleraría los tiempos del ciclo y reduciría mis posibilidades monetarias, nada más. La agonía se eterniza mientras aprendo a vivir roto. Otra vez más, de forma distinta. Escuchando el temblor de la furia al que le hacen paso la desorientación y el cansancio.
Úrsula, Barcelona.