domingo, 17 de noviembre de 2013

Charles Mingus – The Clown (1957)




    ¿Por qué me pasa esto a mí?, ¿no es suficiente ya con mi vida?, ¿por qué darme más? Cuando uno se cree en una vía muerta siempre se añade algo al horizonte, nuevas urbanizaciones, como si la especulación inmobiliaria también se diera en un cuerpo del que sólo tengo deudas.

    Mientras espero desvío la atención de mi piel y del calendario, viejos conocidos que restringen mis opciones, dando razón a aquellas lejanas filosofías extintas que construyeron un alma presa para poder saborear la libertad. En los intermedios, pierdo la fe en el Tiempo y sus aliados y pruebo el sinfín de remedios caseros que recorren los bajos fondos de Internet; foros que ya nadie visita, textos escritos con la carne sin uñas. Toda salvación llega agrietada, en una caja que reza “ruinas”.

Necesito volver
antes de que el sol se ponga
en mi corazón

    Traduzco el rap de Ghostpoet que logra colarse por los cascos, entre las ojeras de preocupación y la ausencia de legañas, dejando bien claro que ayer me eché pronto a dormir a pesar de que sean las fiestas de mi ciudad, único momento en el que la seguridad social tiene un hueco para mí. Mido bien mis pasos, sabiendo que cada zancada representa varias horas de espera. Y no vivo precisamente cerca.

    Quizás el cosquilleo que intento bloquear con una leve sonrisa que tiñe la inexpresividad de mi rostro sea de nervios, o incluso de esperanza, sentimientos prohibidos si se quiere seguir comiendo sin vomitar. Todo el edificio me recuerda a un aeropuerto, ni siquiera uno demasiado grande, un espacio de tránsito en el que las señales invitan a elegir un destino antes de que sea demasiado tarde y desaparecer. Un aeropuerto más sincero, claro, en el que el semblante de los familiares muestra cómo son ellos los que conocen de qué va realmente el turismo. Yo estoy solo.

    Hacía tiempo que no realizaba tanto deporte. Ejercito mi sonrisa con los ojos –quiero que lo nuestro funcione– y al mismo tiempo reduzco mi campo de visión para no oír el chasquido de otras vidas insostenibles, relativizando mis problemas; lo único que me queda que me haga sentir especial. Un ruido distorsionado que parece decir mi nombre en un idioma inventado me lanza hacia el laberinto de puertas que dejan atrás la ruinosa sala de espera diseñada hace más de un siglo por alguna mente enferma, o demasiado lúcida en su capacidad de materializar el estado de ánimo de los allí presentes.

    Vago entre despachos buscando un número y me siento viejo, desubicado; sospecho que estoy siendo observado, que todo está montado para quitarte la energía y que obedezcas sin resistencia a sus recetas. Llámalo doctor o llámalo empresario.

    Por fin, una puerta entreabierta. Entonces lo sé. Sé que, después de tanto tiempo, no servirá para nada, que ni siquiera seré un cero a final de mes para aquella doctora. Pero yo me esfuerzo, lo prometo, aunque mis buenas palabras choquen una y otra vez con el aséptico interrogatorio burocrático que nada tiene que ver con mis problemas. Me imagino a mi mismo como un cacho de carne fofa desparramada por la habitación, la nueva moda en alfombras de oficina, tras desinflarme en una verborrea que da vueltas y vueltas sin poder alcanzar la meta, un perro al que se le hace creer que se le ha lanzado un objeto cuando todavía permanece en la mano. El movimiento de la doctora me vuelve a poner alerta; un rápido chequeo confirma lo peor: no encuentra nada raro, todo normal. En un instante a cámara lenta se ha quebrado algo que ya no creía conservar. Imposible, ni siquiera le ha dado tiempo a mirar. Insisto y ella me recomienda visitar a otro especialista, podría ser algo peor que no tenga nada que ver con lo que me aflige. Resisto quieto en mi asiento, aguanto en tensión el balbuceo y ella me receta un medicamente inocuo mientras evita el contacto visual y acorta las palabras, más por asimilarme al yonqui que por sentir vergüenza ante su mala praxis. Me siento mareado. Desaparezco o no sé si es ella la que desaparece.

    Amanezco en una larga fila, con esa sensación de resaca en la que el mundo se abre en dos mitades sin puentes. Si estoy bien debo aguantarme con un problema que pasa a ser subjetivo, el cual casi se podría decir que es mi culpa; la enfermedad se convierte en vergüenza. Si estoy mal estoy mucho peor de lo que podría soportar. Avanzo lentamente y eso consigue retener mis lágrimas, manteniéndome aletargado. “Recibirá una carta con la fecha de la citación”, dicen a otra persona o a mí, qué más da si para cuando vuelva ya no seré yo.

Necesito escapar
antes de que anochezca
mi corazón


    Traduzco de nuevo la canción rehaciendo los errores, esquivando la sensación de desamparo del que se sabe que importa una mierda pero ni siquiera lo suficientemente poco como para trascender y que alguien pueda aprovecharse políticamente. Camino. El pensamiento de ir a una clínica privada desaparece, simplemente aceleraría los tiempos del ciclo y reduciría mis posibilidades monetarias, nada más. La agonía se eterniza mientras aprendo a vivir roto. Otra vez más, de forma distinta. Escuchando el temblor de la furia al que le hacen paso la desorientación y el cansancio.
Úrsula, Barcelona.

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