jueves, 29 de diciembre de 2011

Y tú eres


No llegues tarde. Te lo han dicho tantas y tantísimas veces que ahora que llegas tarde sientes ganas de escupir. Mierda. Pero dado que nadie está contigo, nadie lo sabe.

No te vistas de cualquier manera. ¿Cualquier manera? ¿Qué es cualquier manera? No sé vosotros, pero yo sólo tengo dos maneras de vestirme: la buena y la mala. La mala es para bajar a comprar el pan, para ir a trabajar, para ir a clase o para meterme en los bares a hacerle gasto al sector hostelero (y no poco). La buena es para las bodas, los bautizos, las cenas de chicas y las noches con mi novio. Asumamos mis singularidades como plural mayestático y hablemos de tú a tú: te has vestido como te ha dado la gana. A saber: zapatos limpios, medias sin carreras, un vestido ni corto ni largo y la raya del ojo bien hecha. Si te va a recibir una mujer, no debe pensar que vas pidiendo guerra, en cuyo caso se sentirá intimidada o escandalizada. Si te recibe un hombre, hazte un favor y que lo primero que te vea esté por encima del cuello, gracias.

Entras en el edificio con todo tu aplomo, haciendo hincapié con el talón, de manera que resuena un poco más. Es para dar efecto, básicamente. Hay un hombre detrás de un mostrador, un tipo con visera y uniforme gris. Tiene bolsas bajo los ojos y podría ser tu abuelo.

-Buenos días.

-Buenos días-aquí se te afloja la voz, se te humedece el ojo (la raya negra se difumina, mierda, piensas), carraspeas y parece un pimpín en un bache hormonal-vengo a una entrevista.

-Ah-al tío le da igual, obviamente. Excusa decirte que hace media hora vino quizá una más alta que tú, ayer un chico que tiene tres carreras y mañana vendrá el sobrino de la secretaria, que a pesar de no haber terminado los estudios, será la persona que contraten.

Te metes en el ascensor, te peinas un poco, te estiras la falda y te arrancas un pellejo en un dedo. Antes de salir te miras a ti misma en el espejo por encima del hombro, igual que te gustaría mirar al niñato que te dejaba en ridículo en la universidad, y vuelves a taconear en el rellano. Señoras y señores, con ustedes…

Menos mal que no apostaste nada: te recibe una chica. Simpática, de sonrisa ancha, bien vestida pero con bastante precisión: lleva los zapatos, los pendientes y el broche de la camisa del mismo color. Casualmente, es el color corporativo. Tus zapatos son del color complementario. Quizá todavía tengas una oportunidad.

Después de estrecharte la mano, llevarte a una salita con una mesa enorme y preguntarte si quieres algo, se marcha “un segundo”. Ahora bien, lo primero que haces es lo más básico: buscar un espejo. Si hay un espejo quizá al otro lado esté el director general observándote. Si no lo hay, tienes que buscar una cámara oculta. Pero ten en cuenta que, en el caso de que la haya, no tiene que notarse que la buscas. Ergo, lo dado es que te estés quieta, muy quieta. Puedes mover los ojos, nada más.

La chica vuelve.

Se sienta, coge una libreta y un bolígrafo, coge el currículum que hay encima de la mesa (¡caramba! Es el tuyo) y lo deja a un lado.

Es por si tiene dudas, te dices.

La chica te cuenta su rollo: yo tenía una granja en África, érase una vez, en un lugar muy muy lejano. Blablá. Tú no te distraes un segundo, bebes cada palabra como si te fueras a morir, le miras las manos, la peca de la nariz, te fijas en cómo se le tuerce la sonrisa, detectas que se está fijando en tus gafas y no en tus ojos y, a la vez que haces todo esto, sudas.

Entonces, cuando todo parece casi casi hasta real, la chica coge de nuevo tu currículum, hace como que lo lee y entonces repara en una línea que debería ser lo más importante de todo: Campo profesional: diseño industrial.

Aquí la chica arruga los labios como si fuera un conejillo, entorna los ojos y parpadea. Hace como que vuelve a leer la frase, la primera frase de tu fantástico y formidable currículum vitae (Campo profesional: diseño industrial) y la certeza cae sobre ti cuando se atreve a preguntar con más miedo que tú:

-Pero tú… ¿qué eres?

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