domingo, 3 de febrero de 2013

Febrero. La posmodernidad no nos pertenece

Cuando las prisas obligan a transitar por el camino más rápido, distancia que no es la más corta objetivamente sino aquella gastada por la rutina en la que mi tiempo pasa mucho más rápido, sin atravesar unos espacios extraños que, aunque al reloj no le importe e incluso le agrade, hacen que el punto de salida se vea demasiado lejano para una presura angustiada que necesita del salto entre dos puntos frente a la senda de la aventura, entonces me doy cuenta del automatismo que lleva a elegir lo evidentemente cotidiano, protegido por una muralla de estrés impidiendo algo doblemente beneficioso, desprestigiado por ser parte de un sistema pasado, caduco frente al progreso, sólo ejercido invisiblemente por unas clases sociales –no, ya no hay–, razas –no, ya no existen–, desechos maquínicos capaces de aceptar lo indigno en un (E)stado permanente de crisis bajo la dinámica “como no gastáis tenéis que trabajar más”, máxima causal en la medida que enlaza con las afirmaciones del siglo pasado sobre que el ocio era la continuación del trabajo por otros medios y que crea una situación analíticamente paradójica –trabajos rechazados-(¿)-falta de trabajo-(?)-obligación a trabajar más en peores condiciones– que, sin embargo, debe ser disfrazada como hiper-lógica, irremediable, para que no nos demos cuenta de aquellos espacios por habitar descansando bajo nuestros pies con la etiqueta de lo gratuito, de lo virtual, que necesitan de la batalla por lo despreciable, por aquel trabajo mínimo que con un reparto en los horarios y una postura firme en el salario, permitiría tener asegurados los servicios básicos mayoritariamente en una sociedad sin gastos y con el tiempo suficientemente ya no sólo para consumir sino para producir cultura; habiendo hecho nuestro, por fin, el simulacro al grito de un “¡Que os den! No me importa trabajar sirviendo, pero sólo lo voy a hacer dos días a la semana. Quiero un techo para dormir y comer dignamente, el resto lo voy a conseguir gratis y todo lo que produzca también se distribuirá de la misma manera”, al susurro de alguien que sonríe al saber que el trabajo más allá de la subsistencia no puede ser retribuido y se pierde, liberado de la neurosis que necesita tener todo, entre un arte en el que el aluvión de novedades continuas elimina toda posibilidad de perdurar en el flujo, esto es, de erigir Dioses, junto con la imposibilidad de la venta, evita toda trascendencia, toda meta más allá del placer de la producción por la producción, provocando la desaparición de la crítica como selección de propiedad privada; incitando la aparición de un lapso en el que ante el poder centralizado despótico y el poder difuso capitalista se proponga una figura donde a la clásica pirámide jerárquica se le opone engarzada otra pirámide invertida, como si a un diablillo travieso se le quedara atrapado el tirachinas tras su uso, provocando que, aunque se esté lejos de la utopía, el poder siempre provenga de y caiga hacia la base sin que por ello deje de traspasar todo el espacio, evitando a su vez toda sedimentación con un simple volteado, pues estamos ante la figura de un reloj de arena, ahora impreciso, capaz de disfrutar, sí, de los tiempos.

Sandra Martinez, Zaragoza, Febrero 2013


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